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Dudo, elijo, existo

En 1958, el recién nombrado profesor de Teoría Social y Política en la Universidad de Oxford, Isaiah Berlin, dictaba una conferencia que luego se convertiría en uno de los ensayos más influyentes del debate contemporáneo sobre la materia: “Dos conceptos de libertad”. Su autor no sospechó de antemano que así sería, por cierto. Según cuenta Michael Ignatieff en la célebre biografía que dedica a su maestro, un mortificado Berlin confesaba en una carta a su amigo Richard Wolheim que temía estar a punto de desplegar una sarta de ampulosas perogrulladas, un conjunto de ideas que quizás, quizás carecían de la originalidad necesaria para ser tomadas en cuenta. Ah, pero ocurrió todo lo contrario.

La diferenciación entre libertad negativa (la esfera de acción individual en la que se actúa o se decide en ausencia de coacción) y libertad positiva (que remite a la capacidad de autodirección, autodeterminación y autonomía individual, al deseo de ser nuestros propios dueños, de no ser un objeto para otros) abrió y sigue abriendo intensos frentes de discusión en un mundo en el que los valores liberales lidian cada vez más con la incertidumbre y la distinción de límites. “Dónde tenga que trazarse esa frontera, es cuestión a debatir”. No se trata, pues, de asignar superioridades a uno u otro tipo de libertad, sino de defender el individualismo y el pluralismo en contra de aquellas corrientes que pretenden abolir la duda a la hora de elegir, proponiendo respuestas últimas y únicas. No, no hay forma de trasladar ese saber preciso y exacto que es característico de las ciencias naturales, de su infalible capacidad de explicación y predicción, al campo siempre contingente de la experiencia humana.

Así, la clave del liberalismo de Berlin está en la recomendación pragmática de mantener balances entre valores que incluso pudiesen resultar incompatibles entre sí. Conscientes de que alcanzar un fin implica indefectiblemente sacrificar otros fines, ceder algo para preservar el resto (el consabido costo de oportunidad), habrá que asumir entonces que en tal situación no existirán soluciones perfectas ni respuestas verdaderas, y que ejercer la libertad de forma responsable no siempre garantizará felicidad, satisfacción plena de deseos ni certezas absolutas.

De esa condena a las insuficiencias de un racionalismo monológico -el epistémico y el moral- propio del pensamiento occidental, nuevamente emerge el valor de la duda y el pluralismo de valores (como “consecuencia de previsibles contingencias”) en tanto sostenes de la política, de la democracia. Es evidente que esa visión única, universal y necesaria de una sociedad perfecta, homogénea, “válida para todos los hombres, en todas partes y en cualquier tiempo”, independientemente de que se haya realizado o no, ha sido la gran instigadora de proyectos autoritarios, sectarios y violentos impuestos a lo largo de la historia; jaulas vendidas bajo la añagaza de espléndidas utopías. Frente a ese germen de opresión que detectó en la aspiración de ordenar racionalmente a la sociedad, Berlin propone alejarse del ejercicio monista-determinista, y entender la acción político-social más como una aventura creadora, un ejercicio de libertad y de pluralismo no metafísico. Si algo distingue la condición humana, dice, es la capacidad de creación de uno mismo. Algo que, en la actuación del buen político, se manifiesta al mismo tiempo como sentido del riesgo y la prudencia (phrónesis), “un elemento de improvisación, de tocar de oído, (…) de saber cuándo saltar y cuándo quedarse quieto, que ninguna fórmula, ninguna panacea, ninguna receta general, ningún talento para identificar situaciones específicas como ejemplos de leyes generales, podría sustituir” (El sentido de la realidad, 1998).   

Tales reflexiones adquieren especial vigencia a la luz de esas certezas terminantes que suelen poblar las ágoras virtuales. La exigencia de encuadres categóricos con una u otra postura, en especial en momentos en que se deben producir decisiones críticas sobre asuntos colectivos, de algún modo impele a favorecer la idea de que la duda, el escepticismo razonable, deberían ser extirpados de la ecuación. Acogotados por ciertas “retóricas de la intransigencia” (Hirschman), se espera eliminar del acto de decisión todo dilema, todo reparo o provisionalidad, como si el compromiso con la tribu, la vinculación identitaria y emocional del grupo, resultase una prelación para existir políticamente. (Es la sensación que deja la turbia receta de Juan Carlos Monedero “para que no se vacíen las democracias: claridad ideológica, firmeza contra la derecha, coherencia informativa y partido-movimiento”, por cierto). Como si el paisaje de grises que despliega la praxis democrática, en fin, no contemplase la idea de que elegir es también disponerse a lidiar con pérdidas irreparables, optar por un valor en contra de otro, con la consciencia de que existir -como bien demostraba Sócrates- es seguir haciendo preguntas. (En contraste con el liberalismo de la fe, dice Jesús Silva-Herzog Márquez, el liberalismo de la duda, “más que una ideología, es un temple, una disposición de ánimo para aceptar la validez de todas las preguntas… convicción de que el poder transformado en soberano es tan dañino como el pensamiento vuelto dogma”.)

En tiempos de tribalismo político, “valores absolutos” y legítima necesidad de pertenencia/reconocimiento, de ese “sentido ultrajado de dignidad humana” que según Berlin opera como uno de los grandes motores de la historia, la búsqueda de la verdad se llena de trampas. Al tanto de la limitación, y sabiendo que toda experiencia es múltiple, plural, lo censurable sería no anteponer la actitud dubitativa a la reacción visceral, sin que eso signifique petrificación, parálisis de la acción; sino ejercicio de reflexión, de ponderar pros y contras, como explica Victoria Camps en su Elogio de la duda (2016). De eso se trata discernir. Lamentablemente, “pensar desde lo indeterminado, que no tiene contornos precisos, es más complicado que dar un nombre fijo y determinado a cada cosa”.

Frente a la natural avidez de certidumbres que ha inducido a los filósofos a formular teoremas y silogismos para diseccionar la Verdad, conviene reparar entonces en el humano, tolerante, imperfecto, escéptico Que sais-je?, este «¿Qué sé yo?» de Montaigne que Berlin también subraya. Existimos porque pensamos (y dudamos), dirá luego Descartes, lo cual debería partir de identificar a las personas en toda su complejidad, con sus muchos valores, y no instrumentalizadas por el ideal. El riesgo de la libertad, en fin, es también tomar decisiones que no satisfacen plenamente; y eso es algo con lo que algunos venezolanos estamos trajinando. Aunque la posibilidad de escoger con eficiencia óptima luce fascinante, siempre será mejor dudar, decidir, actuar y equivocarse, que ya no poder hacerlo en lo absoluto.

@Mibelis

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