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Y a veces lloro sin querer

Encuentro la nota escrita en una servilleta de papel sobre la mesa de una cafetería. De inmediato, la buena letra e impecable ortografía capturan mi atención. Dejo pasar unos instantes. Por respeto a la privacidad de cualquiera que haya sido su autor, intento ignorarla. Como quien no quiere la cosa, miro al techo; no obstante, la curiosidad me carcome. Vuelvo entonces la vista sobre el papelito arrugado y de soslayo leo las primeras líneas. Sus palabras me conmueven, se me van los ojos; pero, con rubor, me detengo ante el carácter evidentemente íntimo del contenido. Inquieto, paseo mi vista alrededor del local: no logro detectar ningún sospechoso que parezca pendiente de lo que ocurre. Nadie reclama la propiedad del mensaje. Finalmente, sin que pueda hacer nada para evitarlo, la curiosidad me desborda y, como quien se lanza por un tobogán, me deslizo cuesta abajo hasta el punto final de la lectura. Luego, haciéndome el distraído, estrujo la servilleta dentro de mi puño y con un movimiento, tan rápido como un relámpago, la llevo al bolsillo de mi chaqueta.

Unas horas más tarde, sentado en mi escritorio: esmeradamente, plancho la servilleta con la palma de mi mano antes de transcribir su contenido para ustedes. Presento lo que encontré con el mayor respeto hacia los sentimientos que allí se expresan; con la esperanza de que, como asunto de interés público, pueda servirnos a la reflexión colectiva. De una vez advierto que omitiré el nombre del autor, tal vez cualquiera de nosotros o, quizás, alguien cercano que nos rodea.

A continuación, la nota

“Al conocer la noticia me sentí devastado. Tu presencia es cada vez más esquiva. Presiento que un día, tal vez muy pronto, desaparecerás por completo de mi vida. Tú que has sido mi aliento y principal consuelo durante estos años difíciles. ¡Te debo tanto! Sé que puede parecer muy egoísta y siempre supe que sería un imposible, pero hubiera querido que fueras solo para mí. Hoy, cuando te alejas, siento que me asfixio. Sufro al comprender que ya pronto no sabré más de ti, y me cuesta imaginar mi vida a partir de entonces. Pero no te culpo de nada. Comprendo que tu desprendimiento es producto de las circunstancias y de la arbitraria voluntad de otros. Hoy me consuelo con saber que al menos supe disfrutarte a plenitud mientras te tuve. Por ahora, solo me queda confiar en que Dios me permita recuperarte algún día, y que todo vuelva a ser igual que antes. Mientras tanto te añoraré desde el fondo de mi alma y de mi corazón. Así, como es ya bien sabido que la poesía no es del que la escribe sino del que la necesita, solo me queda despedirme de ti con palabras robadas a Rubén Darío:

“¡Oh!, dólar viajero, divino tesoro»

“Ya te vas para no volver»

“Que cuando quiero llorar no lloro»

“Y a veces lloro sin querer”.

 

¿Conmovido, estimado lector? Es posible que, al menos en cierta medida, usted se sienta identificado con las emociones que aquí se ponen de manifiesto. Es probable, sin embargo, que, más que ganas de llorar, le provoquen indignación. Si es así: me solidarizo con usted. No podría ser de otra manera; porque la providencia 011, mucho más allá de unos dólares de más o unos dólares de menos, representa una humillante restricción al derecho de decidir libremente lo que queremos hacer o adónde queremos ir con el dinero bien ganado producto de nuestro trabajo. Canalicemos la indignación para producir el cambio que el país necesita.

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