Unas y otras muertes
Cercano el Día del Estudiante, nos permitimos un rápido inventario hemerográfico de las más legítimas e históricas inconformidades que, inevitable, dan ocasión al enfoque generacional. No obstante, llama la atención el recurrente desenlace trágico de las numerosas jornadas de protesta que también lamentablemente ayudaron a edificar nuestra historia.
La muerte de inocentes no debe convertirse en un dato secundario que, a la postre, la banalice por sobradas justificaciones que pretenda el régimen represivo. Y, aunque ella signó a las dictaduras que lo precedieron, durante el gobierno de Eleazar López Contreras conmovió extraordinariamente al país la del estudiante Eutimio Rivas hacia 1937, al incursionar la policía en la vieja sede de la Universidad Central de Venezuela, en el marco de las sucesivas oleadas protestatarias que bien ha examinado Luis Salamanca (“Protestas contra la tiranía: el nacimiento del movimiento ciudadano entre 1935 y 1937”, UCV, Caracas, 2011): pocos fueron indiferentes ante ese solo acontecimiento y así lo ilustra la versión de un magazine semanal, como Élite (Caracas, nr. 596 del 13/02/1937).
En las sucesivas etapas, la persecución, el encarcelamiento y la pérdida de vidas humanas, por motivos políticos, tampoco dejaron de impactar a la sociedad por más rigurosas que fuesen las medidas oficiales de silenciamiento. Empinándose sobre la censura de los medios, aunque desconocida en toda su dimensión, la noticia corría inexorablemente.
Asimismo, parafraseando aquella sentencia ortegueana de la moneda falsa que circula gracias a la verdadera, hubo hechos de un profundo impacto que la propaganda política, incluso, décadas más tarde, facilitó para la manipulación interesada. Por ejemplo, hallamos una nota de Jesús Sanoja Hernández (“Los estudiantes”, Deslinde, Caracas, 01/12/1969), quien después de reseñar brevemente la huelga estudiantil de finales de 1957, dictaminó que “… de 1963 en adelante todo es rojo sangre”, permitiéndose un acento crítico sobre la otrora izquierda: si bien es cierto que supimos de aquella feroz represión gubernamental, no menos cierto es que también la subversión traspasó los límites del terrorismo, satanizando una década de formidable rentabilidad política para los muy posteriores esfuerzos de consolidación del poder conquistado. Y, valga añadir, que no reparó en publicitar extensamente esas faenas represivas, procurándose una autoridad moral, aunque la muerte de la joven Livia Gouvernier (SIC), principiando el decenio, no fuese – precisamente – a manos de la policía: el aviso de un acto conmemorativo, con la exhibición del rostro de los cadáveres de ella y Alberto Rudas (Clarín, Caracas, 18/11/1963), valga la acotación, se da en el contexto del fortísimo sabotaje intentado de los comicios generales que incluyó el crimen de El Encanto.
El caso está en que la muerte de un estudiante, en una fecha remota en la que se quiso romper definitivamente con una tradición dictatorial, o las más cercanas en el calendario republicano, levantó la justa indignación del país y avaló o dijo avalar moralmente a las fuerzas antaño opositoras y hogaño gubernamentales. Excepto un detalle nada mísero y trivial: en escasos meses de 2014, murieron 43 jóvenes que levantaron las no menos justas banderas de la protesta cívica y pacífica, mientras que los actuales conductores del Estado – traicionando la antigua prédica – procuran descalificarlos, burlándose al inventar y estimular un comité de víctimas de las guarimbas que, semejante al tristemente célebre 11-A, convierta en victimaria a la propia oposición.
@LuisBarraganJ
Reproducción: Clarín, Caracas, 18/11/1963.