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Todos los síntomas de la soledad del poder

Como los rasgos que marcan la declinación del Gobierno se multiplican, el tránsito hacia el final anunciado por la Constitución se hace penoso.

El Gobierno está solo y desprotegido por dos motivos principales. Primero porque desde octubre de 2013 perdió apoyo electoral y tuvo que enterrar las pretensiones hegemónicas para perpetuarse en el poder; segundo, porque el escándalo de corrupción que envuelve al vicepresidente revela el grueso error cometido en 2011 al entronizar a Amado Boudou en la primera línea de la sucesión presidencial.

Estos episodios se realimentan recíprocamente. El fracaso electoral ubicó al país en una larga transición de dos años, entre 2013 y 2015, con vista a una alternancia inevitable. Así, mientras cae la noche sobre la última etapa de un gobierno que, ilusoriamente, creyó tener en sus manos la refundación ideológica del país, se acumulan las dificultades económicas y los condicionamientos impuestos por problemas pendientes.

Ya no habría pues espacio para seguir postergando decisiones: hoy el Gobierno sobrevive prisionero de la escasez fiscal, de la necesidad de divisas y del recrudecimiento de los conflictos sociales ante el impacto de estos factores sobre el empleo. De nuevo, la calle grita y no sólo por la euforia del Mundial.

Desde luego esta revancha de la realidad podría ser amortiguada inyectando en la opinión pública relatos, propaganda y retórica. Pero esta operación, a la cual en otras oportunidades no le faltó materia en que apoyarse mediante el incremento del consumo y el empleo, sufre también en estos días de una irremediable carencia de sustento material. No parece que hubiese más terreno en donde apoyar esa palanca capaz de recrear, como se decía con entusiasmo, nuestras tradiciones nacionales y populares.

Tal vez, en esta batalla por conservar al menos los despojos de tanto desperdicio, el Gobierno busque la asistencia de China y Rusia para obtener algún oxígeno entre tanto ahogo. El nuevo tablero internacional podría dar pie a estas expectativas aunque haya pocos indicios de que, en los dieciocho meses que restan hasta diciembre de 2015, puedan llegar fondos suficientes para recuperar el crecimiento e impedir que el déficit fiscal, la emisión monetaria y la inflación sigan avanzando.

Sobre este telón de fondo acaba de ser procesado el vicepresidente por una serie de presuntos delitos vinculados al gran tema político de la corrupción. Es curioso el caso, no tanto por su originalidad como por su recurrencia. Según se la presenta, la figura de Boudou evocaría en efecto el perfil de un aventurero que asciende vertiginosamente hasta los más altos cargos sin reparar en límites éticos, y al mismo tiempo esa silueta revelaría la trama oculta tras regímenes que pretenden ser hegemónicos sin al cabo lograrlo.

Estos cortocircuitos entre intenciones y efectos no queridos forman parte entre nosotros de una galería de hegemonías frustradas.

El fracaso del proyecto kirchnerista, sin ser el único en esta secuencia, es otro botón de muestra de la persistente inclinación argentina por hacer caso omiso de los frenos y contrapesos del control republicano del poder; por eso nuestra tradición republicana pugna por consolidarse.

En semejante ocasión, los gobernantes se lanzan a la empresa de acumular poder electoral y dinero bajo el supuesto de que el proyecto que los anima está dotado de los atributos suficientes para durar y reproducirse.

Lo hacen convencidos de que el aparato republicano es una pieza de museo condenada por la historia y son por tanto actores de una clase especial: piensan y hacen la política asumiendo que siempre serán gobierno y jamás descenderán al llano.

Cuando, sin embargo, el ímpetu se diluye y esos controles no resultan estar tan oxidados como se creía, se produce el reflujo, el Poder Judicial levanta su mira, los jueces actúan en consecuencia y el periodismo de investigación prosigue destapando la olla de coimas, sobornos, cohechos y asociaciones ilícitas. Todo, entonces, parece quedar a medio camino porque no nos percatamos de que el interés bien entendido en una república no consiste tanto en imponer un modelo excluyente sino en impedir que el poder se envilezca y produzca daño a la ciudadanía.

Esta es la coyuntura del día de hoy: un poder que fenece y muestra un costado turbio a despecho de que se lo encubra con consignas nacionalistas, antiimperialistas y de combate contra los poderes concentrados. El caso Boudou ya es, en este sentido, una cosa cristalizada porque en él se reflejan las contradicciones, las creencias nobles y la codicia, inscriptas ambas en un período de nuestra historia reciente, en el cual la moral pública quedó subordinada al dictado de la ideología y al interés menos exaltante del bolsillo de los gobernantes.

Como decíamos al comienzo, estos síntomas de declinación y fin de fiesta no hacen más que acrecentar la soledad del poder.

Sin resguardos salvo la férrea disciplina de la mayoría en el Congreso, oscilando entre la racionalidad y la intemperancia del carácter, desconfiando de su propio partido cuyos dirigentes avizoran las futuras batallas por la sucesión, sin disponer de un sustituto que lo acompañe con un mínimo de dignidad, el tránsito hacia el final anunciado por la propia Constitución se hace difícil y penoso.

No ha sido sencillo en estas últimas décadas resolver el traumático asunto de la sucesión presidencial. Afortunadamente votamos, pero lo hacemos en la cornisa, entre sobresaltos.

Estos rasgos del comportamiento son más negativos si los contrastamos con los beneficios que se derivan de una transición ordenada. Esta no es una comparación ideal. Basta con observar cómo estos procesos se juegan normalmente en Brasil, Uruguay o Chile para darnos cuenta de lo mucho que aún nos falta recorrer para llegar a tal punto. Y para los que prosiguen explorando con pasión el mundo del populismo latinoamericano, con sus mitos revolucionarios y personajes excepcionales, quizás convenga señalar, a modo de consuelo, que a Venezuela le va mucho peor.

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