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Sin caricatura no hay democracia

El atentado yihadista de Paris tuvo algo de absurdo, al menos en una primera lectura. Ello porque el objetivo de los atacantes no fue la extrema derecha islamofóbica ni el extremadamente secular Estado francés. El blanco fueron los caricaturistas de un semanario satírico por burlarse de su religión—aunque, en realidad, de todas—y de sus símbolos sagrados. Ante el terror, los parisinos salieron a la calle con lápices gigantes para expresar su solidaridad y reafirmar su derecho a la libertad de expresión. Es la asimétrica batalla del grafito contra el plomo.

Aquella masacre tuvo resonancia al otro lado del Atlántico, donde hace tiempo se viven y se debaten estos mismos temas. Tal fue el propósito del evento de Freedom House en Washington, “La caricatura en tiempos de autoritarismo”, con Rayma Suprani, Rayma, y Xavier Bonilla, Bonil, y que tuve el privilegio de moderar.

Charlie Hebdo fue punto de partida del debate, porque en América Latina también se ataca el derecho a la libertad de expresión y a la blasfemia, es decir, el derecho a la blasfemia contra el dogma de un Estado, las deidades que gobiernan y su liturgia opresiva. Es que en Venezuela, Ecuador y Argentina, por nombrar tres casos, el poder del Estado se ha usado explícitamente para silenciar caricaturistas; para quitarles el lápiz, que es su voz.

En Venezuela, ello ocurre por la fuerte concentración de los medios en manos del gobierno. En Ecuador, por la existencia de una ley de comunicación que institucionaliza la censura y un Presidente que acosa personas cada sábado por televisión con interminables improperios. En Argentina, por la intimidación del Ejecutivo, que algunos medios privados han decidido resistir. Como en Paris, el lápiz también se ha convertido en un recordatorio de derechos y libertades constitucionales.

En Clarín, Hermenegildo Sabat pintó cinta adhesiva roja sobre la boca de la Presidente, precipitando la acostumbrada agresión, a él y al medio. En El Universal, Rayma dibujó la firma de Hugo Chávez para representar la muerte de la propia salud pública, perdiendo su trabajo por blasfemar contra quien ha sido canonizado por su propio régimen. En El Universo, Bonil caricaturizó el allanamiento del domicilio de un líder social, convirtiéndose, a partir de allí, en objeto del acoso del sistema judicial, del propio Presidente Correa y de las amenazas anónimas de rigor.

Para una región que ha tenido diversos tipos de vanguardias iluminadas, no deja de ser una bocanada de aire fresco tener esta nueva vanguardia, los caricaturistas: artistas cuya única utopía es la irreverencia, el humor y la libertad. Por esta razón, sorprende a algunos tanto encono contra ellos. Desafortunadamente, el ensañamiento no tiene nada de irracional y tampoco nada de absurdo. Porque la crítica seria y elaborada, por devastadora que pueda ser, dignifica al despotismo, lo toma en serio; en última instancia lo legitima. La caricatura, en cambio, lo ridiculiza, le muestra al ciudadano quien realmente es el déspota que lo gobierna. En la caricatura, el rey (o la reina) están desnudos.

La caricatura puede ser un enemigo fatal, ya que posee el enorme poder de hacer emocionar a los ciudadanos. Es la energía de la carcajada, el poder de hacernos reír de quien tememos, nada menos. La caricatura es un espejo puesto delante de quien ejerce el poder, un espejo que por definición deforma, al acentuar los rasgos más visibles y sacarlos de proporción. La arbitrariedad, la manipulación, la mentira, la discrecionalidad y el narcisismo descontrolado se ven, así, aún más grandes de lo que son. En un sentido, Correa podría tener razón, porque la caricatura siempre exagera.

La desnudez de la caricatura busca hacer avergonzar a los déspotas. El problema es que el poder omnímodo no es capaz de sentir vergüenza ni de comulgar con el arrepentimiento, ni siquiera en privado, ni siquiera desnudo. La reacción entonces solo puede ser como es, brutal y desproporcionada, pero acabadamente racional.

Curiosamente, seguimos debatiendo si en América Latina hay democracia o autoritarismo, si alcanza con elecciones y tantas otras conversaciones estériles. Es la discusión que proponen los déspotas, precisamente, por lo cual debería ser obviada de una vez por todas. En ese espíritu, esta columna propone cerrar ese debate con una definición alternativa: el autoritarismo es un régimen político bajo el cual, ya sea de jure o de facto, no es posible burlarse del poder.

Es improbable que esta nueva definición llegue a los textos de teoría política o que motive sesudos seminarios de intelectuales. Pero tal vez sea capaz de ayudarnos a tener presente que cada vez que uno se ríe del poder, a menudo se trata de un heroico acto de resistencia a la opresión. Y esa es la gran lección que les debemos a artistas como Rayma y Bonil.

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