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¿Quién quiere ser pelucón?

Pocas cosas tan difíciles en este mundo como sacarle el cuerpo a una conversación con Vicente, mi barbero de toda la vida. No obstante, hoy llego con el firme propósito de leer la prensa del día y de no pisarle el peine (para usar un término acorde con el lugar en el que me encuentro). Tomo mi puesto, abro el periódico y lo saludo parcamente. No pasa de ser nada más que una buena intención… otro intento fallido en vías de desarrollo. Vicente, aún con el peine y la tijera en alto, como el director de orquesta que se apresta a iniciar el primer movimiento de la quinta sinfonía de Beethoven, suelta su primer comentario:

—Me sentía sorprendido de que de un tiempo para acá, en una época de supuestas vacas flacas, nuestro negocio creciera tan repentinamente… hasta que, finalmente, descubrí lo que ocurría –dice con su acento de italiano reencauchado con más de cincuenta años en Venezuela. Luego, hace una pausa estratégica. Todos en la barbería voltean a verlo. Suspenso.

De inmediato, caigo en cuenta de que mi esfuerzo por mantenerme al margen de la conversación será en vano. De una vez, me resigno y cierro el periódico. Mientras oigo el chasquido de las tijeras detrás de mis orejas, demando una explicación. Habla Vicente, todos escuchan:

—Desde que empezó este tema de los pelucones, muchos de nuestros clientes comenzaron a visitarnos con mayor frecuencia de lo habitual –de nuevo: pausa estratégica, seguida de suspenso–. Tú sabes cómo es la gente: nada más que prudente disimulo para evitar represalias; al rato, todos salen de aquí irreconocibles, con el pelo cortico, pero en el fondo de su alma más pelucones que nunca.

La conversación pica y se extiende con los comentarios de Vicente. Todos los presentes meten la cuchara, pero él se mantiene incólume como el centro de la tertulia. Se muestra realizado con su oficio: tijera en mano, trajina entre mis cabellos, a la vez que hace de avezado analista político.

Por último, con el ritual acostumbrado, orgulloso de sí mismo, me pone el espejo para que apruebe el resultado de su trabajo y, luego, con el cepillo, sacude las últimas pelusas sobre mi chaqueta.

Salgo de la barbería entre confuso y reflexivo. Pienso que, en realidad, a mí ni me va ni me viene cómo se peina el uno o cómo se arregla los bigotes el otro. Que, a fin de cuentas, ese es un asunto personal que solo le atañe a cada quien. Pero, en otras circunstancias, lo que no pasaría de ser una simpática ocurrencia, o a lo más una joda divertida, se convierte en una vulgar descalificación. Y pienso, entonces, que en esta hora trágica en la que todo sube de precio y falta hasta la harina PAN, bien podría decirse que la masa no está para bollo.

Y es cuando viene a mi mente la figura de Raúl; tan empeñado en hacerse amigo de Obama, recibiendo al presidente de Francia junto a una delegación de empresarios y hasta prometiendo que volverá a misa los domingos. Es decir, ocupado en cosas importantes, dispuesto a entrar en la modernidad a como dé lugar. Porque todo parece indicar que el viejo proyecto de quitarles a los ricos para darles a los pobres fue a dar al traste, que se hace evidente la necesidad de renovar la utopía y que se impone una realidad para la cual se requieren nuevos aliados.

Entonces, de nuevo, vuelvo la vista hacia el entorno que me circunda y todo suena a discurso vacío, a truco barato, a descalificación ramplona. Y en un momento en el que suele insistirse en la necesidad de un cambio de rumbo porque el país se destartala, me pregunto quién quiere un país así; si queremos que Polar se parezca a las empresas de Guayana o que las empresas de Guayana se parezcan a Polar; si los trabajadores de Polar quisieran ser empleados públicos o los empleados públicos preferirían ser trabajadores de Polar… Y de pronto se me ocurre que, ya que el gobierno anda en la tónica de las jodas divertidas, tal vez podría enterarse de lo que anhela una gran mayoría del país si se atreviera a hacer una sola, breve y simple pregunta: ¿quién quiere ser pelucón?

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