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Privatizar la violencia

Del fin de la democracia y de la gobernabilidad. Un fin que de ninguna manera tiene que ser repentino. No necesariamente consiste de un corte o discontinuidad. Se trata del fin de la posibilidad de pacificar el país. Consiste en haber creado las condiciones para que sea imposible revertir los problemas o detener los males.

Más que una fatalidad, es un empeoramiento máximo del problema. Que no se soluciona hasta que el Estado se embragueta, corta con los violentos y no los tolera. Es por ello que de la privatización de la violencia solo se sale con un gobierno fuerte, no necesariamente de fuerza, pero sí uno que le arrebate la violencia a quienes en mala hora se las entregó.

La prueba de lo anterior es cómo otros países de la región, que vivieron por años con las consecuencias de la violencia privatizada, lograron salir de ella. Colombia, tras su historia de guerrilla, zonas de distensión, paramilitarismo y mafias de narcotráfico, probablemente es el referente más emblemático. Pero otros países con Estados débiles que fueron haciendo concesiones a los violentos, fuere por diseño o por imposibilidad de detenerlos, vivieron décadas de inseguridad con el corolario de ausencia de condiciones para el progreso y el bienestar social. No fue sino hasta que recuperaron el monopolio de la violencia, que nunca debieron haber perdido, que comenzaron a ver la luz al final del túnel.

Nuestra historia a este respecto es realmente trágica. Es una mezcla de ingenuidad revolucionaria con ignorancia sociopolítica, cuando no la consecuencia del simple corrillo de intereses particulares. Adentrase en los detalles, además de correr el riesgo de ser uno más de los perseguidos de consciencia, debería ser el oficio de los cuerpos de inteligencia del Estado. Frente al desconocimiento de saber qué diablos hacen estos últimos, los ciudadanos comunes tenemos los pocos medios de comunicación y sus corajudos periodistas que se adentran en ese mundo de los colectivos semiviolentos, grupos de defensores de quién sabe qué, o simples bandas delincuenciales, en las que las consignas revolucionarias dieron sentido moral a sus actividades y a sus temerosos vecinos-víctimas, el confundirlos como sus vengadores.

Varios testimonios de quienes en alguna oportunidad discutieron con el presidente Chávez el tema de la inseguridad en Venezuela suelen relatar que para el gobierno la represión de la violencia privatizada no era un argumento de convicción. La suposición de que era posible, desde la informalidad del barrio, hallar la pacificación urbana es, en el mejor de los casos, una perversa ingenuidad, cuando no una lógica de autodefensa incompatible con lo que es un Estado moderno. Pero en esa idea ha militado el gobierno por años. Los cándidos llamados al desarme son una prueba.

Más allá de lo que pudo haber originado la tolerancia del Estado venezolano contra lo que nunca debió serlo, el problema actual es cómo se desmonta el andamiaje sobre el cual descansa lo que llegó a ser una cuasi política pública de privatización de la violencia de carácter nacional, con focalización en Caracas.

Es todo un reto para los gobernantes actuales dar al traste con semejante legado. Más aún cuando no hay que ser adivino para imaginar los medios de subsistencia y de poder que ello significa para algunos de sus compañeros. Somos del parecer que no existe la menor posibilidad de que quien privatizó la violencia en Venezuela la haga retroceder. Estamos condenados a padecerla hasta que cambiemos de gobierno. Aunque, para ahorrarnos tantos muertos, lutos y llantos, ojalá nos equivoquemos.

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