Opinión Nacional

Otra victoria de m…

Ni los rostros de la tarima mostraban la alegría de una victoria limpia. La verdad es que lo ocurrido fue una derrota demoledora; clamorosa. Si Chávez estuviera vivo, no tardaría en descalificarla: tal vez apelaría a aquella frase escatológica con la que despachó su revés en el referendo constitucional de 2007. Maduro será presidente sin siquiera haber resultado ganador: no tendrá el respeto de la mitad de Venezuela. Mucho menos consiguió erigirse como el nuevo líder de la revolución. La presea no puede atribuírsele a su esfuerzo. Su deplorable desempeño en la campaña, y en la propia jornada de este domingo, impide hacerle alguna concesión: el hecho tendrá consecuencias políticas en el país y en las propias entrañas de la alianza bolivariana. Maduro no aportó nada: al contrario, su deslucida actuación puso en jaque la vigencia del régimen, que ayer logró llegar a la meta extenuado y, sobre todo, empujado por el desvergonzado ventajismo del CNE.

Un grueso segmento de los seguidores de Chávez le cumplió su última voluntad, pero al menos un millón de chavistas le dio un espaldarazo a la oferta de cambio de Henrique Capriles: sólo él emergió como el gran ganador; un héroe en todo el sentido de la palabra. «El heredero» no la tendrá fácil: la sombra del fraude lo perseguirá siempre. También el fantasma del difunto lo expondrá a las inevitables comparaciones de rigor. Los venezolanos y en especial la nomenclatura ya conocen las insolvencias de su figura. Las proyecciones no son jubilosas para él. Tendremos un jefe de Estado vulnerable, cuya controvertida legitimidad ya anuncia problemas inexorables. Las graves dificultades que encarará su gobierno requerirán cualidades que Maduro no posee: su equipaje es limitado, al igual que su auctoritas. A él nada le pertenece, porque todo cuanto es ahora representa el producto de un donativo adquirido por testamento y de un proceso electoral plagado de irregularidades.

Sí, el veredicto del pueblo chavista fue una prueba del éxito del endoso procurado por el jefe único en su última arenga pública. Sin embargo, la votación alcanzada por Maduro también es una constatación del debilitamiento de los cimientos del proyecto ideológico del desaparecido hiperlíder. El futuro de «la sucesión» es tan opaco como incierto. «El proceso» ha entrado en un terreno desconocido para la claque que lo conduce: Henrique Capriles la ha desalojado de su zona de confort. La firme hegemonía ejercida durante años quedó seriamente agrietada: el llamado «socialismo del siglo XXI» fue azotado con severidad y dejó de ser el único producto disponible en los anaqueles de la política nacional: allí, a su lado, se ha posicionado una alternativa que ya adquirió solidez, arraigo y credibilidad. La revolución no existe ahora como «oferta superior».

El modelo ideológico de Chávez está depreciado: sus viejos brillos están languideciendo. Venezuela se pronunció otra vez a favor de un equilibrio. El chavismo no puede seguir desconociendo la realidad. El otro polo acaba de reconfirmar ayer su consistencia rocosa y su muy alta popularidad.

El politburó tiene por delante un grave desafío: no le faltarán tragos amargos en el camino que se inicia. Lo que se instalará no es un nuevo gobierno, sino la continuidad de una administración mustia, fatigada tras catorce años en el poder y enfrentada a su propia senilidad. «El heredero» no tiene garantizada la absolución de sus fallas. Sobre sus hombros descansa la pesada carga de un legado maldito: un país donde la ingobernabilidad está tumbando la puerta. Maduro dirigirá desde hoy una revolución que ha quedado inviabilizada. Los resultados de ayer no dan para radicalismos ni aventuras represivas. Al «proceso» le ha llegado el momento de reconocer a sus adversarios y de valorarlos como una fuerza poderosa e indeclinable, a la cual no se le puede despreciar. De eso depende lo que vendrá en adelante: de eso depende la vida de este sexenio… si es que esto no acaba antes.

 

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