Opinión Nacional

De la delincuencia y otras delicatesses

José Ignacio Cabrujas, a quien no en balde llamaban maestro y cuyo mayor defecto consistía en morirse de manera imprevista y absolutamente prematura (claro, no lo hacía a menudo), sin siquiera tener la amabilidad de consultar ese paso con sus amigos y con la legión de admiradores incondicionales —entre quienes me cuento—, era una persona de gustos muy refinados para todo cuanto tuviera que ver con el buen comer, la buena música y la buena lectura. Ello lo convertía en un hombre muy culto, eso no lo discute nadie. (Al referir lo anterior, al menos lo relacionado con la buena música y la buena lectura, no puedo evitar el recordar al estimado Juan Arcadio Rodríguez. Quizás la mayor diferencia entre ambos personajes, estaba en que a Cabrujas le dio por entregarse al Teatro, mientras que a Juan Arcadio lo seducía el Cine.)

Cabrujas, autor de calidad, gourmet, amante de la música clásica y de la ópera, responsable de los mejores artículos de opinión del período en que nos deleitó desde el periódico, en alguna ocasión narró a sus lectores acerca de su experiencia personal con un atracador, que a punta de revólver –amenazando su integridad física, su vida, y disponiendo de su tranquilidad ciudadana– le robó su cartera y su reloj impunemente. Cabrujas confiesa que, cuando aquel choro se alejaba con su botín, de haber tenido un arma de fuego le habría descargado todas las balas, para compensar en parte por la impotencia y el desasosiego que aquel abusivo despojo le habían ocasionado. Así nomás, sin adornos, sin melindres ni hipócritas consideraciones sobre los atenuantes de aquella acción hamponil.

Refiero lo anterior, porque en Venezuela ya nos estamos cansando de esta insólita situación en que, a partir de cualquier hecho delictivo, inmediatamente se actúa en función de garantizar que se respeten los «derechos humanos» del delincuente, y prácticamente a la víctima y su drama ni la nombran. El malandro puede haber atracado, violado, herido, torturado, asesinado a un conciudadano nuestro, muy probablemente una persona de trabajo a quien le arrebatan parte del fruto de su esfuerzo, llámese dinero, joya, televisor, vehículo, nevera o computador, lo mismo da. Apenas el indiciado es detenido, un ejercito de alcahuetes esgrime una parafernalia de legalismos y consideraciones filosóficas que exigen respeto para el malhechor y establecen de forma absoluta la defensa de sus inalienables derechos. Poco importa que a la víctima la hayan despojado del producto de varios años de una vida de trabajo, o que deba costearse el equivalente a varios años de esfuerzo laboral al verse obligada la víctima a permanecer en una clínica para recuperar su salud, luego de ser acuchillado o recibir un tiro. Eso, en los casos relativamente benignos, cuando la víctima se recobra y puede reasumir su existencia, con el doloroso recuerdo dejado atrás. Pero hay casos más graves, cuando la víctima queda inválida por el resto de su vida, o peor aun, cuando ese resto de vida le es arrebatado, y el sentimiento de rabia e impotencia acompaña a sus seres queridos por demasiado tiempo. Y el delincuente mientras tanto, disfrutando de buena salud, tres comidas diarias, las reglamentarias visitas de sus familiares y amigos (quienes probablemente celebran la nueva gracia, que suma otras líneas a su largo Prontuario policial, y se esmeran en conseguir la pronta libertad del malandro, lo cual a menudo logran, con la complicidad de abogados, policías y jueces complacientes). En el caso de que resulte sentenciado, es internado en un establecimiento tan sui géneris que allí adentro es más fácil que acá afuera el conseguir un arma, droga, celular, compañía femenina y hasta salidas ocasionales, siempre y cuando sepa distribuir parte de lo robado.

Se argumenta que los delincuentes no son responsables de su conducta, culpable es la Sociedad que establece las bases para que se den las situaciones socio-económicas que producen la delincuencia. Eso es verdad, en la medida en que un entorno de miseria es caldo de cultivo para el resentimiento, y de allí a la agresión hay un paso. Mas no es una verdad absoluta, por cuanto de ser así, todos, absolutamente todos quienes viven en condiciones de pobreza debieran delinquir. En el mismo barrio de cada malandro hay vecinos –en similares condiciones socio-económicas- que salen a ganarse el pan de cada día con trabajo honrado, humilde pero honrado. Inclusive en su propia familia, hallamos ejemplos de gente que no se dedica al ocio, a consumir drogas, a atracar, a agredir a sus semejantes. Y los terrenos de la delincuencia no son patrimonio exclusivo de los marginales, que son una minoría, ni de los pobres, que son la mayoría de este país tan necesitado de buen gobierno y estricta autoridad. También individuos de la clase media y de la clase alta participan del fenómeno delictivo, lo que varía es la proporción de su participación y el trato que reciben de la prensa, de los cuerpos policiales y de los tribunales, en los pocos casos en que permanecen dentro del país. De modo que las evidencias indican que la delincuencia es un fenómeno mundial, de ninguna manera expresa una condición clasista, y salvo aquellos casos en que la acción que genera un herido o un muerto es derivada de un hecho no premeditado, emocional, pasional, (una riña entre amigos, o una discusión de pareja como ejemplos), los delitos son cometidos por individuos sin la moral y la ética suficientes como para frenar sus inclinaciones de cometer una fechoría, a conciencia de que hacen daño, y sin remordimientos por los perjuicios ocasionados. Son personas que colocan su individualidad por encima del colectivo, egoístas, vagos y desconsiderados, que prefieren unos minutos de acción con alta remuneración, que cumplir horario y escatimar en gastos con un ingreso limitado, como la mayoría de nosotros. La tesis de que la necesidad, —referida a enfrentar gastos de familia en alimentación, ropa, transporte, educación, vivienda—, es la que obliga a delinquir, se cae por el propio peso de aquello en que invierten la mayor parte del botín: Alcohol, drogas, prostitutas, ropa y vehículos de lujo, armas, queridas.

Es una preocupación creciente, a punto de convertirse en rabia explosiva e incontrolable, la que se deriva para la mayoría de quienes trabajamos y levantamos una familia, y respetamos las leyes, y pagamos impuestos, de ese afán por poner el énfasis en el respeto a los supuestos derechos del delincuente y por ende en su «reeducación» para «reinsertarlo» en sociedad, sin haberlo castigado como se merece.

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