Opinión Internacional

Historia del antiyanquismo

(FIRMAS PRESS) Los gobiernos latinoamericanos se han alineado junto a Washington. Tal vez no sea por mucho tiempo. Hay síntomas de que una parte sustancial de los pueblos no está muy feliz con esa postura. Parece que odiar a los Estados Unidos es un deporte muy extendido. ¿Dónde y cuándo comenzó? Estados Unidos, en primer lugar, hereda el estereotipo con que se caracterizaba a Gran Bretaña en los siglos XVI, XVII, y, sobre todo, XVIII: es una hija de la “Pérfida Albión”. Es, como su madre, una nación protestante, dominada por el utilitarismo, materialista, alejada de los valores espirituales. Cuando, en 1898, entra en guerra con España, los editorialistas de Madrid y Barcelona se referían a los estadounidenses con gran desprecio como los “salchicheros de Chicago”. Les parecían unos tipos bárbaros, sin educación y sin historia. Esa imagen también se propagaba en América Latina.

En 1900 el uruguayo José Enrique Rodó publica su famoso Ariel. Es el primer best-seller continental. El “arielismo” aporta una visión anglofóbica, pero proclamada en un tono ecuánime y con una prosa elegante que seduce a todo el continente. Ariel es la cultura latina, alada y espiritual. Estados Unidos es “Calibán”, pura sensualidad e instintos primarios. Para Rodó y sus seguidores resulta obvia la superioridad moral de los latinos.

Tras la guerra con España, Estados Unidos, ya convertido en una “república imperial”, se autodesigna gendarme del vecindario americano. Inglaterra y Alemania merodean por el Caribe con los cañones de sus barcos desenfundados. Amenazan a Caracas, a Santo Domingo, a Haití. Pocas décadas antes un ejército de franceses y españoles había intentado entronizar en México a un príncipe austriaco, Maximiliano, que había acabado frente al paredón de fusilamiento. Washington desempolva la “Doctrina Monroe” y asume la protección de la zona y se propone imponer la ley y el orden entre sus caóticos vecinos. La Doctrina Monroe había sido dictada en 1823 por unos Estados Unidos muy nerviosos por la actuación de la Santa Alianza europea y por las actividades del imperio ruso en la costa americana del Pacífico. Los zares eran los dueños de Alaska y sus avanzadillas ya se asomaban por San Francisco. En ese año, 1823, cien mil franceses restauraban el absolutismo de Fernando VII en España y corría el rumor de que un gigantesco ejército europeo regresaría a la América española para liquidar a los independentistas. Ese fue el origen de la “Doctrina Monroe”: América para los americanos. Los independentistas de habla española la aplaudieron.

Pero resultaba más fácil asustar a los poderes europeos que imponer la disciplina y el buen gobierno en el Caribe. La política de las cañoneras no servía para establecer la democracia sino para incubar otra suerte de satrapías de mano dura: Somoza y Trujillo fueron dos buenos ejemplos. Estados Unidos se desacreditó durante el primer tercio del siglo XX. Luego Franklin D. Roosevelt parcialmente recompuso esa imagen. Sólo que ya estaba en circulación otra dañina fuente de antiamericanismo: la Teoría de la Dependencia.

En efecto: cuando los latinoamericanos contrastaban la pobreza de sus países con la opulencia norteamericana le atribuían esa sangrante diferencia a la explotación económica de los imperialistas yanquis. Este disparate tenía un origen remoto en la visión mercantilista vigente hasta el siglo XVIII. Hasta entonces era frecuente percibir la riqueza de las naciones como una especie de botín inelástico. Lo que un país poseía se lo había quitado a otro. Adam Smith desbarató esa explicación en 1776 con su famoso libro La riqueza de las naciones, pero casi un siglo más tarde, cuando Marx analiza las relaciones económicas que vinculan a los ingleses con sus colonias asiáticas, revive, sin advertirlo, el discurso mercantilista: las metrópolis, que constituyen el “centro” de la actividad económica, les asignan a sus colonias, la “periferia”, la tarea secundaria de suministrar materias primas. Son economías subordinadas, y, por lo tanto, condenadas a la pobreza.

Armados de este pobre análisis, revestido de teoría científica, los antiamericanos completaban el círculo de su peculiar fobia: del arielismo extraían el rechazo espiritual a los norteamericanos, de la política de las cañoneras practicada por Washington el big stick deducían la condena al poder imperial, y de la supuestamente inicua explotación económica obtenían la furia de las víctimas contra sus implacables verdugos. Esto último, además, resultaba confirmado por los curas de la Teología de la Liberación y por los académicos marxistas y no marxistas que habían hecho suya la Teoría de la Dependencia.

El antiyanquismo, pues, quedaba como una ideología transversal, que podía alojarse en cualquier formación política: había antiyanquismo de derecha, al borde del fascismo, en figuras como Perón, Getulio Vargas o el panameño Arnulfo Arias. Había demócratas antiyanquis como el colombiano Gaitán, había claro socialistas y comunistas antiyanquis como Allende, Castro o los sandinistas, en cuyo himno declaraban a los estadounidenses como “enemigos de la humanidad”. Por otra parte, ¿cómo luchar contra ese revoltijo de viejos prejuicios, informaciones sesgadas, y disparates disfrazados de hallazgos científicos? Políticamente era más rentable callar o sumarse a la demagogia antiamericana que explicar, pacientemente, que a lo largo de la historia no ha existido una potencia más benigna con el resto del planeta o más generosa y abierta con los millones de extranjeros que allí han ido a buscar refugio tras escapar de sus particulares pesadillas. Supongo, en fin, que ahora, muy tardíamente, habrá que comenzar a desmontar el antiyanquismo. Y no es una tarea fácil. La estupidez es siempre un enemigo testarudo. [©FIRMAS PRESS]

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