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No se lo digas a nadie

Hay tres maneras de entender la obligación de los gobernantes de comunicarse con sus gobernados: las dictaduras ocultan, callan, envuelven todo en un manto de misterio lo que da pie a toda suerte de conjeturas y especulaciones. En las democracias más consolidadas, especialmente las anglosajonas, los funcionarios públicos cuentan o dicen hasta lo que parecería superfluo en cualquier otra latitud: deslices amorosos, la extirpación de una verruga, alguna adicción aunque ya haya sido controlada o el hurto de un lápiz cuando estudiaban en la escuela primaria. En las democracias más jóvenes, por lo general las de origen ibérico o latinas incluida Italia, la transparencia es relativa. La gente se entera —casi siempre a medias— de lo que hacen y deshacen sus gobernantes y demás gerentes públicos. Y casi siempre porque alguien de su entorno tomó venganza o algún periodista acucioso les descubrió conductas poco edificantes.

El secretismo que practican las autocracias está cargado de cierto sadismo. Recordemos la cantidad de veces que se ha anunciado el deceso de Fidel Castro quien luego de un tiempo —y para desmentirlo— reaparece sonriente aunque cada vez más desvencijado. Sin duda es el mismo Castro quien pone a correr esos rumores para burlarse de quienes todos los días, desde hace 55 años, le desean la muerte. Cuando escribimos esta nota, hace ya más de un mes (desde el 4 de septiembre) que el sanguinario dictador de Corea del Norte Kim Jong Un, ha desaparecido de la escena pública. Las especulaciones sobre su ausencia van desde el golpe de estado hasta la enfermedad por su sobrepeso. Puede que nos haga una broma parecida a las de su par cubano y lo veamos reaparecer, desde su obesidad alimentada con vinos y quesos franceses, burlándose de las especulaciones sobre su ausencia.

Cuando hablamos de secretismo, falta de transparencia o institucionalización de la mentira, el primer lugar debería otorgarse al gobierno de Venezuela. No actúa como una dictadura al estilo estaliniano o norcoreano porque necesita simular que es democrático, por consiguiente tiene el deber de informar al colectivo. El problema está en lo que informa y cómo lo hace. El ejemplo paradigmático fue la enfermedad y muerte de Hugo Chávez. El teniente coronel lució sincero y logró conmover hasta a sus detractores, cuando el 30 de junio de 2012 anunció en cadena nacional de radio y TV que padecía cáncer. Pero de allí en adelante comenzó una película de misterio y suspenso alimentada por las falacias del mismo Chávez y de su entorno.

Jamás sabremos cuándo murió Chávez, ni siquiera si sus restos reposan en el llamado Cuartel de la Montaña

Es difícil entender cuál es el objetivo de ocultar, mentir y tergiversar sobre la salud de un gobernante, sobre todo cuando se sabe desahuciado. Mientras brujos, videntes, astrólogos y médicos de dudosa experticia nos decían que ya Chávez había muerto o estaba en las últimas, Nicolás Maduro le contaba al país la patraña de sus cinco horas de reunión con el enfermo en las que éste le dio instrucciones. Otra aún más gruesa, fue la fotografía trucada de un Chávez rozagante y sonriente entre sus dos hijas mayores. Lo cierto es que jamás sabremos cuándo murió Chávez, ni siquiera si sus restos reposan en el llamado Cuartel de la Montaña. Y para más confusión, según la consigna de sus seguidores ¡Chávez vive!

El solapamiento de la verdad ha ocurrido también con los asesinatos de figuras destacadas del bando chavista. El primero fue el de un joven fiscal llamado Danilo Anderson. Una bomba colocada en su automóvil el 18 de noviembre de 2004, lo hizo volar por los aires. Era un extorsionista que gracias a esa actividad había pasado de ser un modesto empleado a un metrosexual que se jactaba de usar ropas de diseñadores y a tener una camioneta de lujo. Sin embargo tuvo exequias con honores de héroe nacional y las lágrimas de utilería de su jefe inmediato y de otros miembros de la cúpula chavista, estuvieron a punto de inundar el palacio federal donde lo velaron. El rumor transformado en convicción generalizada fue que el autor intelectual del crimen era alguien del alto Gobierno. Pero hoy continúan en la cárcel, después de 10 años, los hermanos Otoniel y Rolando Guevara juzgados por ese crimen a pesar de que el llamado testigo estrella confesó que su testimonio carecía de toda veracidad.

El 28 de abril de este año apareció el cadáver de Eliécer Otaiza presidente de la Cámara Municipal de Caracas, desnudo, amarrado, con cuatro disparos y con signos de tortura. De inmediato y sin esperar las investigaciones policiales, el presidente Nicolás Maduro acusó a la oposición y a la derecha mayamera del asesinato. Cuando la policía detuvo a los delincuentes que se supone cometieron el crimen, Maduro no dio su brazo a torcer: era en Miami donde se había planificado el crimen y los ejecutores eran simples mandaderos.

El solapamiento de la verdad ha ocurrido también con los asesinatos de destacadas figuras chavistas

El tercero de estos asesinatos fue el del joven diputado Robert Serra y de su asistente María Herrera, el 1º de octubre en la vivienda del parlamentario en Caracas; la descripción del estado de los cadáveres da muestras de un ensañamiento que no es usual cuando el móvil es el robo. Ambos estaban amarrados con cinta adhesiva o tirro, Serra recibió 36 puñaladas aparte de golpes que le desfiguraron el rostro y su asistente siete puñaladas. Esta vez Maduro no esperó que transcurriera una hora para acusar a los paramilitares colombianos comandados por el ex presidente Álvaro Uribe y, por supuesto, a la derecha mayamera. Robert Serra practicaba el culto coloquialmente denominado Santería, mantenía vínculos estrechos con grupos armados y violentos llamados Colectivos, tenía cuatro guardaespaldas, privilegio del que carece la mayoría de los parlamentarios tanto oficialistas como de oposición.

Luego de su asesinato, la policía judicial dio muerte a dos líderes de Colectivos con los que Serra tenía vínculos. El ministro del Interior y Justicia los acusó de malvivientes mientras por la red circulaban sus fotografías con el difunto Robert Serra, con Hugo Chávez, con Cilia Flores la esposa del presidente Maduro y con otros capitostes del régimen. Después de esta orgía de sangre y muerte, los culpables del asesinato del diputado Serra terminan siendo dos de sus escoltas y el móvil habría sido el robo. Por supuesto que para Maduro estos presuntos asesinos son apenas los ejecutores del mandato de Uribe, sus paramilitares y la derecha mayamera.

La conclusión es que jamás sabremos quiénes y por qué asesinaron a Danilo Anderson, a Eliécer Otaiza y a Robert Serra. Tampoco sabremos por qué la policía asesinó a José Odremán, líder del movimiento “5 de marzo” que agrupa a 100 colectivos, y a Carmelo Chávez, líder del Colectivo “Escudo de la Patria”. Nunca, aunque un día alguien del más enterado círculo del poder decida decirnos la verdad, se la creeremos. Ese es precisamente el objetivo de estos regímenes delictivos que funcionan como mafias: la mentira, el secretismo, la confusión, el ocultamiento, la tapadera.

(ElPaís.com)

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