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No les interesa resolver casi nada

Aún existe demasiada gente que confunde lo que anhela que suceda con lo que realmente ocurre. A la clase política, le interesa poco y nada resolver problemas. Su tiempo se consume haciendo política, pensando en cómo conservar o conseguir poder. El resto es solo circunstancial.

Aunque la afirmación pueda resultar brutal, todo lo que hacen apunta a obtener una mayor cantidad de adhesiones y construir un espacio que les permita administrar su poder actual y acrecentarlo en cualquier entorno.

Quien sostenga una idea contraria a la expuesta tendrá a su cargo la difícil tarea y el gran desafío de encontrar casos específicos que lo demuestren. Claro que existen matices y que algunos encajan absolutamente en esta fotografía y otros un poco menos. Pero en las grandes ligas de la política todo tiende a parecerse a la descripción original.

En las segundas líneas, en las terceras y las subsiguientes, aun quedan vestigios de esa vocación recitada de servir a la sociedad, de esa genuina intención de muchos de aportar a su comunidad ideas y esfuerzo.

En la historia reciente abundan las crónicas que confirman que el poder solo se dedica a concentrar decisiones y sostener un esquema de control político. Las grandes trasformaciones a las que la sociedad aspira y que inexorablemente forman parte del discurso de muchos dirigentes solo son «cantos de sirena» y no nacen de sus profundas convicciones.

Las encuestas serias muestran, detalladamente, los más sinceros deseos de la sociedad. La gente quiere una justicia eficiente, ágil e independiente, una educación exigente y de calidad, un sistema de salud más humanizado, vivir en paz y armonía, en una comunidad donde las víctimas de los delitos no estén en pie de igualdad con los criminales, por solo citar algunos ejemplos.

Nada de eso se resuelve porque la política, de cualquier color, la de ahora, la de antes y probablemente la de los que vengan, no decide tomar el «toro por las astas» y hacer algo concreto al respecto.

Existe una decisión implícita de no avanzar en una línea de acción correcta. Algunos aun creen que ellos no saben qué hacer, que no se les cae una idea, que les falta creatividad y capacidad para resolver esos asuntos.

Esa sería una visión muy benévola y excesivamente piadosa. No debe descartarse de plano esa hipótesis frente a cuestiones menores, de rutina y domesticas que precisan de algo de ese ingenio que se reclama con razón. Pero en los temas trascendentes e importantes, no es ese el dilema.

El problema combina, en proporciones variables, la falta de coraje y la estricta conveniencia electoral. Salir de este perverso círculo vicioso que propone el presente, obliga a la sociedad toda a construir, como primer peldaño, un certero diagnóstico. Sin una ajustada mirada sobre lo que está pasando difícilmente pueda encaminarse a la etapa siguiente.

No menos cierto es que hoy existe una gran resignación cívica respecto a lo que ocurre a diario. Es como si los ciudadanos observaran como sucede todo a su alrededor, registraran esas inmoralidades, las identificaran con claridad, pero luego quedaran paralizados a la hora de actuar y decir basta.

Fueron, probablemente, muchas las décadas dedicadas a defender un sistema que, en sus imperfecciones, encierra tantas trampas letales en términos sociales. Se ha instalado la idea de que no puede ser objetado, y eso, tal vez, sea un gran impedimento para corregirlo y perfeccionarlo.

La democracia concebida como ese régimen que debe ser endiosado, absolutamente incuestionable, solo lleva a sacralizar los procesos electorales como si fueran la fuente de todas las soluciones. Claro que sigue siendo menos deficiente que otros conocidos que tampoco resuelven nada, al menos no con herramientas aceptables para la vida moderna.

Pero convertirlo en inmaculado puede ser un pecado superior. Su exacerbación, deformación y manipulación puede llevar a su definitiva e indeseada desaparición y a su reemplazo por esquemas autoritarios mucho mas ruines que los actuales. De hecho muchos países recorren ese derrotero apelando a maniobras despiadadas que solo conducen al abismo.

La democracia es solo un sistema de organización social y política. Minimizar sus defectos, ignorarlos o negarlos no logrará rescatarlo. La política hoy sigue sus designios al pie de la letra. Los dirigentes tienen un testeo en las urnas con plazos reducidos y eso los empuja a considerar solo aquellas decisiones que tienen impacto popular en idénticos tiempos. Todo lo que requiera muchos años e implique pagar costos políticos ahora para cosechar frutos en un futuro lejano no les interesa y se descarta de plano.

El problema de fondo, es que las gigantes reformas que se precisan, en la justicia, la seguridad, la salud o la educación, por solo citar los tópicos más urgentes, necesitan de revisiones estructurales significativas, que pueden demandar lustros para que aparezcan sus primeros resultados. Esto no es compatible con los tiempos políticos que el personaje de turno dispone para ser protagonista en el siguiente turno electoral.

Se necesitan «estadistas», políticos con grandeza y generosidad, dispuestos a hacer lo indispensable por el bien de las generaciones futuras, que puedan olvidar las tentaciones que les plantea la dinámica electoral de la divinizada democracia. Con las vigentes reglas de juego, eso no sucederá. Si no se revisan los paradigmas de ahora, esos que la ciudadanía defiende sin cuestionarse, pues solo se puede aspirar a tener más de lo mismo o, en el mejor de los casos, una versión un poco menos cruel que la del presente.

Los individuos funcionan, casi siempre, de acuerdo a los incentivos que perciben a su alrededor. Hoy, la política tiene estímulos electorales de corto plazo, los visualiza y actúa de acuerdo a ellos. Esperar otra cosa sería irracional, ingenuo e infantil. En este escenario, bajo esta dinámica y contexto, se puede afirmar con bastante contundencia que a la clase política contemporánea no le interesa resolver casi nada.

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