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Ningún progreso sin libertad

Uno de los fenómenos internacionales preocupantes de los últimos tiempos ha sido el surgimiento de movimientos políticos chavistas en países del Viejo Mundo. Los partidos Podemos en España, y Syriza en Grecia han recibido inspiración, y el primero de ellos cuantioso financiamiento, de la autocracia venezolana, y enarbolan las banderas de un “socialismo” voluntarista y personalista, propenso a crear confusión y nuevas tensiones, más bien que a propiciar salidas eficaces de las crisis socioeconómicas de sus países.

Como lo señala acertadamente Dan Gallin en su libro “Fil Rouge” (Ginebra, 2009), el movimiento obrero y socialista internacional tuvo raíces tanto democráticas como autoritarias. Aunque surgió para “liberar” a los trabajadores del mundo, sus primeros líderes y teóricos le imprimieron un cariz autoritario, negador de la democracia. Babeuf, Saint-Simon, Fourier, Cabet, Owen, Proudhon y Blanqui crearon proyectos socialistas con élites o “vanguardias” que dirigieran a los trabajadores en forma autoritaria, en lugar de permitir que éstos asumieran la conducción democrática de su propio destino. El paladín de la democracia en el seno del movimiento obrero fue Karl Marx, quien incansablemente combatió a los elitistas y vanguardistas y defendió el principio de que “la liberación de los trabajadores sólo puede ser obra de ellos mismos”. El comunismo de los siglos XX-XXI, autoritario y de “vanguardias”, no es marxista como falsamente pretende serlo, sino blanquista, mientras que la socialdemocracia, y el sindicalismo inspirado en ella, han adoptado la fórmula democrática de Marx.

Algunos progresistas democráticos excusan el voluntarismo radical de un partido como Podemos con el argumento de que la socialdemocracia tradicional está fallando en su deber histórico de plantear una clara alternativa a las políticas económicas neoliberales que, en el transcurso de la última década, han degradado las condiciones laborales y profundizado la brecha entre pobres y ricos. En efecto, los viejos partidos de la izquierda democrática europea se han dejado influir por una noción de “progresismo” que borra la diferencia entre el socialismo democrático y el liberalismo social. Esto significa identificar el proyecto socialdemócrata con un mero retorno a las recetas keynesianas; es decir, intervención estatal para contrarrestar tendencias cíclicas negativas y estimular la inversión y el empleo. Tales recetas son loables, pero no llegan hasta lo que la socialdemocracia debería aspirar: una política económica acorde con los intereses de las mayorías de bajo o mediano ingreso, con efectos redistributivos y democratizadores.. Una política que, además, conlleve un fondo “utópico”: responder al inextinguible anhelo humano de avanzar hacia un mundo feliz y fraterno.

Pero el remedio a las negligencias socialdemócratas no puede consistir en lanzar gritos de indignación, ni inventar fórmulas improvisadas, ni arremeter contra indefinidas “castas”. Hay que trabajar y luchar en el marco de movimientos e instituciones que ya existen y que tienen experiencias acumuladas y sobre todo: que tienen la virtud de ser de verdad democráticas y escuchar a sus bases. Todo “socialismo” sin democracia degenera en tiranía y en ascenso de nuevas clases o castas explotadoras, y es imposible crear mayor igualdad y justicia sin antes fortalecer y garantizar la libertad.

Por ello, estamos convencidos de que la centroizquierda demócrata-social de Venezuela debe rechazar nociones divisionistas, como la de crear algún “tercer frente” con elementos radicales, y mantener su firme alianza con la centroderecha democrática en el marco de la MUD (imperfecta pero insustituible), hasta el día en que la libertad pluralista y tolerante haya sido plenamente recuperada y asegurada en nuestro país.

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