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México y Venezuela: dos países, dos masacres

Para mexicanos y venezolanos 2014 será el año de dos de las peores masacres de su historia, y eso que, con relación a las continuas alteraciones de su vida republicana, no se trata de tragedias inusitadas ni infrecuentes.

Todo lo contrario: durante sus 200 y tantos años de vida postcolonial, guerras civiles y luchas por el poder tiñeron tierra y paisaje de, literalmente, ríos de sangre, acostumbrando a sus ciudadanos al hecho ineluctable de que, existir en un estado de derecho, no siempre significa la paz ni días y trabajos para el crecimiento creativo y civilizado.

Lo del 2014, sin embargo, ha sido diferente, porque México, después de casi un siglo de gobiernos aparentemente fuertes, unipartidistas y casi dictatoriales (como los del PRI), giró hacia la pluralidad, en busca de una sociedad en lucha por recuperar la democracia, y donde sucesivas reformas constitucionales la alejaran de sucesos como los desencadenados en Iguala el 26 de septiembre pasado.

En cuanto a Venezuela, ya no se duda que el huevo de la serpiente represiva, violenta y militarista fue sembrado con el ascenso al poder del teniente coronel Hugo Chávez y sus huestes cuartelarias, en 1999, pero se esperaba que, dado el avance en el escenario internacional de la lucha por la defensa de los derechos humanos y el legado que habían dejado 40 años de historia constitucional y democrática, evitaran que los siempre “alegres” gatillos de los autoritarios se apretaran hasta dejar un saldo de 43 asesinados, 400 heridos, y mil detenidos y torturados en solo cinco meses.

“43” es también el número de los masacrados en Iguala, en el Estado de Guerrero, México, y eran, igualmente, jóvenes y estudiantes, comprometidos en la brega por el rescate de la libertad y la democracia, y absolutamente conscientes que los fusiles, pistolas y revólveres que los apuntaban no se callarían hasta dar cuenta de su libertad, salud o vidas.

Los poderes que los asesinaron, sin embargo, son diferentes, o casi diferentes: en México, un poder regional, o “subnacional” (como prefiere llamarlo el sociólogo y politólogo, Héctor E. Shamiz en su ensayo “Iguala y el autoritarismo criminal y subnacional”, publicado recientemente en El País), desprendido del poder central que representa el presidente, Enrique Peña Nieto, y encarnado en una alianza de políticos corruptos locales del PRD (Partido de la Revolución Democrática, el mismo de Cuactémoc Cárdenas y Andrés Manuel López Obrador), con uno de los carteles de la droga, “Guerrero Unidos”, que, al igual que otros carteles, tienen 10 años abonando de sangre y cadáveres la tierra mexicana.

Pero dejemos que sea el historiador y filósofo, Enrique Krauze, quien nos introduzca en la masacre de Iguala: “Con el nuevo siglo, un nuevo protagonista incrementó su presencia: el narcotráfico. Guerrero era el Estado ideal: una geografía accidentada (intrincadas e incomunicadas serranías), una ancestral cultura de la violencia, una sociedad resentida por las secuelas de la guerra sucia y tan pobre —en algunos sitios— como las zonas más depauperadas de África. Pero algo más atrajo irresistiblemente al crimen organizado: la corrupción política. En muchos municipios de Guerrero (y del país) los presidentes municipales y sus aparatos policíacos cobijan a los señores del narco, se asocian con ellos o, en algunos casos (como en Iguala), son ellos”.

Los “43” jóvenes y estudiantes venezolanos, al contrario, fueron asesinados por el poder central, nacional y autocrático, en la coyuntura, totalizante, unipartidista, estadocrático y destructor de cualquier otro poder que lo desafíe, como pueden ser la libertad de expresión, tribunales, legislatura y judicatura independientes, y “unificado” en una suerte de Juan Charrasqueado caribeño y andino que dice llamarse, Nicolás Maduro.

Quiere decir que, el proceso que en México ha significado en las últimas décadas la extensión o desparramamiento del poder central hacia “estados y regiones” que casi se están “independizando”, “secesionando” (sigo a Héctor E. Schamis), en Venezuela se ha ultraconcentrado, destruyendo las autonomías regionales, estatales y locales, y deviniendo en una suerte de “ogro filantrópico” (el descubrimiento es de Octavio Paz) que persigue, acosa, y licúa a quien “no se deje ayudar”, o pretenda “ayudarse por sí mismo”, pues la facultad de “DAR” le fue conferida por el dios de la historia a un redentor que antes de llamó Hugo Chávez y ahora al Juan Charrasqueado que dice llamarse Nicolás Maduro.

Es lo que en otros tiempos y latitudes se llamó “socialismo” y que consiste en arrogarse el monopolio de suministrarle comida, techo, salud, educación y trabajo a los pobres (que nunca se le dan), pero a cambio de convertirlos en siervos, súbditos, mulas o esclavos de dictaduras, de reinos de la muerte y el terror, bien sea prestándose o callándose ante sus fechorías, o votando por ellos cada vez que el sistema caudillista y plebiscitario lo exija.

Idea, perversión o malintención que no resultaría totalmente fraudulenta y en un escandaloso fiasco, si no fuera porque el estado socialista destruye todo cuanto encuentra y es incapaz de producir otra cosa que miseria, terminando en una satrapía que se engulle libertad, bienestar e igualdad en un mismo plato y en una misma cena.

Pero al igual que en el narcoestado de Guerrero, México, en la Venezuela socialista, lo significativo es que el estado (ya en su versión nacional o regional) fue asaltado por una banda de emergentes e ilegales para los cuales, una vez en el poder, lo fundamental es colocarse al margen de la ley, eludir e incluso desafiar al ordenamiento jurídico internacional, y con una parafernalia seudodemocrática y seudoconstitucional, ir expoliando, despojando, desvalijando, ocupando y estructurando una sociedad hambrienta, enferma y amenazada con los mil y un castigos.

La de México, desde el poder central, haciendo un esfuerzo ímprobo, inmenso por modernizarse y sofocar a los poderes regionales y locales (como lo demostró el economista, Moisés Naim, en un reciente y brillante artículo, “El México bueno, y el México malo”) y la de Venezuela, sofocando, asfixiando, copando, a los poderes regionales y locales, las llamadas “autonomías”, para que “Su Majestad” no sea perturbada en su carrera por el sometimiento “total”.

Pero unos y otros, en Guerrero y Venezuela, dispuestos a barrer a plomo limpio a quienes se atrevan a enfrentárseles, ya fuera en los cinco meses, de febrero a junio, que se tomó Maduro; o en la otra “Noche Triste”, la del 16 de septiembre pasado, que empeñaron el alcalde de Iguala, José Luís Abarca Velázquez, y su esposa, María de los Ángeles Pineda Villa, -o “El matrimonio del diablo”, como los llamó el periodista, Jan Martínez Ahrens-, para cumplir su hórrida y monstruosa tarea.

Los hechos –los pavorosos hechos- de Iguala y Venezuela ya han sido minuciosamente descritos como para recontarlos, pero sin que me inhiba de resaltar una diferencia:

En Iguala, los asesinos “trabajaron” toda una noche ´-una noche sin luna, creo- para perpetrar su masacre y tratar a toda costa de añadirla a las tantas que, clandestinamente, suceden en el México narcotraficante y corrupto.

En Venezuela, Maduro y sus matones, ensangrentaron calles, plazas, avenidas y urbanizaciones del país, en cinco meses, y a plena luz del día y como orgullosos e interesados en difundir las imágenes en que aparecían muertos, heridos y torturados en fotografías y videos que rodaban en medios impresos, radio, televisión y redes sociales.

De ahí que, la comunidad internacional lanzara un grito de horror e hiciera una enorme presión para que Maduro se sentará con la oposición y, de conjunto, buscaran soluciones que pusieran fin al derramamiento de sangre.

Fue un esfuerzo frustrado porque Maduro –dictador “no dialoga”-lo boicoteó, lo devaluó, lo baypaseó y al final, siguió en las mismas: reprimiendo, persiguiendo, acosando y reduciendo la libertad y la democracia a su más írrita expresión.

Pero no ya con matones, balas, pistolas, y fusiles, sino acometiendo una feroz e ilegal “legislación” por la que se avanza en la hiperestatización de la economía y se multiplican y afinan leyes represivas con las que, el Juan Charrasqueado, culminará como en la Alemania nazi y la Rusia de Stalin, creando campos de exterminio y limpieza ideológica, de trabajo y muerte a discreción.

De modo que, la comunidad internacional, la oposición venezolana y las ONG nacionales e internacionales, deben entender que con Maduro y los narcotraficantes de Iguala, no queda sino forzar el castigo para que las masacres no sigan cometiéndose, y los venezolanos se conviertan en poco tiempos en fantasmas mendigantes para los cuales vida y muerte guarden una equivalencia absoluta.

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