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Maduro y el Saharan Blend

La “denominación de origen” de un barril de petróleo evoca un bar bien provisto de imaginarios whiskys o improbables vinos, procedentes todos de diversas comarcas petrolíferas del mundo.

Considérese: McCullough, Vasconia, Albian Premium, Louisiana Sweet, Canadian Par, Tempa Rossa, Volve, Peregrino, Griffin, Bonny Light, Ural, Forties Blend, Palanca, San Joaquin Valley, Cañadón Seco, White Rose, Tapis, Forcados, Loreto, Port Hudson, Sidra.

Durante muchas décadas, las “cepas” venezolanas fueron sumamente cotizadas por su escasa viscosidad, atributo decisivo en la obtención de gasolina y otros derivados. Quizá el crudo venezolano más exitoso y afamado haya sido el Tía Juana Light que, durante más de medio siglo, surtió nuestras grandes refinerías en Paraguaná. Hasta hace poco tiempo, éstas constituían el mayor complejo refinador del hemisferio y uno de los más grandes del mundo.

Hablo de un tiempo anterior a 2003, cuando, luego de una fracasada huelga petrolera opositora, Hugo Chávez desguazó como represalia la estatal Petróleos de Venezuela (PDVSA). A finales de los años noventa, PDVSA llegó a contarse entre las primeras multinacionales del planeta en volumen de negocios y eficiencia.

PDVSA sufrió el despido masivo de casi 20.000 empleados de rango medio y alto. ¿Cuántas corporaciones podrían sobrevivir a semejante hecatombe? La diáspora forzada por Chávez se ha extendido hasta países del Golfo Pérsico, Estados Unidos, México, Guinea Ecuatorial, Nigeria, Noruega, Abu Dabi y Sudáfrica. La fuga de cerebros petroleros venezolanos ha sido decisiva en el desarrollo comercial de las arenas bituminosas canadienses o en el papel que hoy juega el petróleo en la economía colombiana.

Once años más tarde, la PDVSA de Nicolás Maduro, desangrada por más de una década de subsidio masivo a Cuba, el descocado gasto público, la petrodiplomacia y una corrupción sin precedentes, se ha visto en el ignominioso trance de ordenar un envío de petróleo argelino: el Saharan Blend, crudo extraligero usado como diluyente de nuestros crudos extrapesados, única manera de refinarlos.

Que Venezuela importe, ya no solamente gasolina estadounidense o iraní, como lo viene haciendo desde hace varios años, forzada por la creciente disfuncionalidad de sus refinerías, sino ¡también crudo argelino! ha herido hondamente el orgullo patrio de opositores y chavistas por igual. El hecho deja ver uno de los peores enemigos del “socialismo del siglo XXI”: una palmaria y nefanda ineptitud que erosiona cada día más y más su credibilidad entre los pobres que son, teóricamente, su sustrato social y político.

De cada 100 dólares que ingresan al fisco venezolano, 96 provienen de la actividad petrolera. El precio de la “cesta” de crudo venezolano ha venido cayendo por efecto de la fuerte contracción de la demanda global de petróleo. Desde finales de septiembre, la cotización del barril venezolano ha perdido casi 15 dólares: de un promedio de 96,2 dólares durante los primeros siete meses del año, ha caído hasta los 82,7 dólares.

Arabia Saudita, el hermano mayor que “corta el bacalao” dentro del cartel de países de la OPEP, se niega a empujar el precio del barril hacia arriba disminuyendo el flujo de crudo al mercado. Los saudíes apuestan a ganar una guerra de precios con los productores estadounidenses del shale oil, un tipo de crudo inaccesible hasta hace poco. Su estrategia es soportar la caída de precios. Podría hacerlo, incluso durante un par de años, sin merma de su mercado hasta hacer menos rentables las inversiones en tecnología que podrían convertir a EE UU en el mayor exportador de crudo del mundo.

En esa guerra de precios, Venezuela, con su magra producción, nada puede hacer. Es la irrelevante y atribulada cucaracha en un baile de gallinas del que habla un refrán criollo. Tanto es así, que su urgente solicitud de una reunión extraordinaria de la OPEP para fines de este mes ha sido tratada, en el mejor de los casos, con displicencia.

Por cada dólar que cae el precio del crudo de referencia brent, PDVSA recibe 500 millones de dólares menos al año. Venezuela necesitaría que el precio de su cesta de crudos rebasase los 120 dólares por barril —¡Y un mago al frente de las finanzas públicas!— para satisfacer su dramática necesidad de divisas y equilibrar su desastrosa balanza fiscal, cuyo déficit respecto del PIB roza ya el 18%.

La actual contracción de la demanda global de crudo supondrá una caída de 10.000 millones de dólares en sus ingresos para el año entrante. El peso de la deuda externa, cuyo cumplimiento rondará los 15.000 millones de dólares en 2015, alienta aún temores de un default venezolano.

Con la tasa de inflación más grande del planeta —el 63,7%, según muchos observadores—, Nicolás Maduro se ha permitido, sin embargo, proclamar patéticamente que su Gobierno tiene la capacidad de capear la guerra de precios que, en su retórica, es solo otra conspiración gringa contra la “revolución bolivariana”.

Lo cierto es que, solo con muchísima suerte, los petrodólares que Maduro rasca del fondo del cajón para tratar de contener, sin lograrlo, el ya inocultable descontento del chavista de a pie, y ganar las parlamentarias del año que viene, tal vez solo alcancen para ordenar otra ronda de Saharan Blend.

Con mucha soda.

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