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Los enemigos del pacto nuclear con Irán

“La mayor superpotencia militar y económica del planeta, respaldada por las otras cinco grandes potencias, armada con un aplastante régimen de sanciones, está a punto de firmar el peor acuerdo internacional de la historia de la diplomacia de Estados Unidos. ¿Cómo hemos llegado a esto? Porque con cada concesión, Obama y Kerry han dejado claro que estaban desesperados por llegar a un compromiso. Y lo tendrán. Obama conseguirá su ‘legado’. Kerry, su Nobel. E Irán, la bomba”. Ésta es, básicamente, la posición del establishment conservador norteamericano sobre el histórico acuerdo relativo al programa nuclear iraní alcanzado el martes en Viena entre la república islámica y el llamado Grupo 5+1: los cinco países miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU (todos ellos dotados de arsenales atómicos) y Alemania.
La rotunda condena llevaba la firma de Charles Krauthammer, ex congresista republicano, premio Pulitzer, columnista cuyos artículos se reproducen en centenares de periódicos, tertuliano político en Fox News, considerado por muchos como la voz más influyente del conservadurismo norteamericano y martillo constante de Barack Obama. No tiene, por tanto, nada de sorprendente que condene el pacto con Irán, pero lo que da valor añadido a su postura es que constituye un reflejo bastante fiel de lo que le espera al presidente cuando el texto se someta a las dos Cámaras del Congreso, dominadas hoy por los republicanos.
A día de hoy, las posibilidades de que la Cámara de Representantes y el Senado den su visto bueno al acuerdo parecen remotas. Sin embargo, eso no compromete gravemente su aplicación, ya que el presidente ha advertido de que opondrá su veto a cualquier resolución contraria. Solo una improbable alianza con los republicanos de un número importante de congresistas demócratas permitiría a los enemigos del pacto alcanzar la mayoría de dos tercios que podrían convertirlo en papel mojado e impedirían el levantamiento de las sanciones que constituyen la gran contrapartida a las cesiones iraníes.
En los 60 días con los que cuenta el Congreso para pronunciarse sobre el pacto nuclear se multiplicarán las presiones sobre sus 535 miembros, cien de ellos senadores. De una parte, las positivas del poderoso aparato presidencial, ya que Obama se juega en esta apuesta que el logro más relevante (junto a la normalización con Cuba) de política exterior quede empañado, no ya por la falta de consenso, sino por una fractura brutal que podría exceder de las fronteras del bipartidismo. Por otra parte, de los sectores más derechistas, conservadores e incluso reaccionarios del país, que siguen considerando a Irán un enemigo patrocinador del terrorismo (una etiqueta que el acuerdo de Viena no suprime) y que son conscientes del potencial que este asunto puede tener como arma arrojadiza en las próximas elecciones presidenciales.
Otra gran fuerza de resistencia procede de monarquías/dictaduras petroleras de Oriente Próximo como Arabia Saudí (con una fuerte rivalidad con Irán) y de la república/democracia (solo para judíos) de Israel, que considera al régimen de los ayatolas su particular Gran Satán. El primer ministro, Benjamín Netanyahu, se ha apresurado a hablar de “error histórico” y ha dejado claro que su Gobierno no se siente comprometido por un acuerdo que, según él, creará “una superpotencia nuclear terrorista”. Y añadió: “Irán sigue buscando nuestra destrucción y nosotros seguiremos defendiéndonos”.
Una forma de combatir el acuerdo será poniendo a trabajar a tope al influyente y multimillonario lobby judío norteamericano, con cuyo rechazo económico y político se supone que es imposible llegar a la Casa Blanca. Suerte que Obama no puede presentarse ya a la reelección. Seguro que nadie señala siquiera una cruel paradoja: el único país con un arsenal nuclear de la región (no reconocido oficialmente, pero de entre 100 y 200 bombas) se opone a un acuerdo destinado a evitar que su gran enemigo se convierta también en potencia atómica.
Tal como están las cosas, es improbable que todas estas fuerzas poderosas puedan frenar la aplicación del acuerdo, recibido en casi todo el mundo como una oportunidad histórica de reconciliación y de freno a la proliferación nuclear, con consecuencias positivas para la estabilidad en la zona, que brinda la oportunidad de una acción coordinada para combatir el Estado islámico, que abre la puerta a las inversiones occidentales bloqueadas hasta ahora por las sanciones, que liberará petróleo suficiente para rebajar el precio del crudo o evitar su repunte y permitirá y la mejora del nivel de los iraníes para acercarlo a lo que resultaría coherente con su potencial de gran productor y exportador de hidrocarburos.
Al contrario que en el caso de Grecia, no existe una rendición incondicional de Irán, sino un quid pro quo en el que la satisfacción de las partes se sostiene en el hecho de que ninguna de ellas está satisfecha del todo. No es cuestión de analizar aquí los detalles, pero será precisamente en los detalles, en la progresiva aplicación de cada uno de los puntos y en el delicado y minucioso proceso de inspección y verificación (reducción drástica de las reservas de plutonio de uso militar y uranio enriquecido y de las centrifugadoras para enriquecer el que no lo sea) donde se jugará el éxito final de lo que hoy es, sobre todo, una carta de buenas intenciones sostenida en la impresión generalizada de que hay voluntad por hacerlas realidad.
Será la ONU, a través del Organismo Internacional de la Energía Atómica, quien tendrá encomendada las inspecciones, aunque sin una incondicional carta blanca, ya que Teherán ha obtenido cautelas con las que dice defender su carácter de país soberano, no sometido. Pero serán los presidentes que sucedan a Obama y el Congreso (el actual y los siguientes) quienes evaluarán la aplicación del acuerdo y tendrán en su mano la posibilidad de restablecer las sanciones económicas. En Viena se acordó que, una vez levantadas, puedan volverse a imponer en dos meses en caso de incumplimiento.
Irán está en libertad vigilada, pero no en la desesperada situación de Grecia, humillada y gobernada de hecho desde Berlín, Francfort, Bruselas y Washington. La república islámica ha resistido sin doblegarse 35 años de hostilidad norteamericana y su economía, aunque con apuros, ha sobrevivido a las sanciones sin desmoronarse. Su situación en la mesa de negociaciones no ha sido nunca la de un país ansioso por alcanzar un acuerdo a cualquier precio con tal de salir del ostracismo. Ni siquiera estaba sola. En Viena, dos de sus interlocutores –China y Rusia- se parecían más a aliados que a adversarios.
El resultado del proceso ha sido equilibrado, no ha dejado satisfecho del todo a nadie, pero nadie ha quedado tampoco con la penosa sensación de haber cedido más de lo razonable. O sea, lo más parecido a un win-win, quizá lo máximo que cabía esperar. “Sin un acuerdo”, señaló Obama, “no habría habido restricciones al programa nuclear iraní (…) lo que habría supuesto la amenaza de una carrera atómica en la región más volátil del planeta”.
La capacidad iraní de tornar su resurgir económico en un fortalecimiento militar que amenace la seguridad de los aliados norteamericanos en Oriente Próximo queda reducida por el mantenimiento durante cinco años del embargo de armas, extensible a ocho en el caso de la tecnología de misiles. Irán, que pretendía que se levantase al mismo tiempo que las sanciones, no ha logrado imponer su postura en este aspecto. Obama salva así en parte la cara ante Israel y el lobby judío, que deberían entender que la seguridad del Estado hebreo quizá esté mejor garantizada con un Irán que deje de ser un paria internacional y con el que, algún día, debería negociar sin complejos como han hecho los seis en Viena.
*Exredactor jefe y excorresponsal en Moscú de EL PAIS, miembro del Consejo Editorial de PUBLICO hasta la desaparición de su edición en papel. En Público.es, 15.07.15    
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