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Lo bello, lo feo, lo dicho

“La belleza es inasible sin las palabras.” Octavio Paz

En su ensayo “El Lenguaje”, Octavio Paz cita un segmento del libro XIII de los Anales, según el cual Tzu-Lu pregunta a Confucio: «Si el Duque de Wei te llamase para administrar su país, ¿cuál sería tu primera medida? El Maestro dijo: La reforma del lenguaje”: aludía así a la crucial relación entre lenguaje y política. ¿Qué pasa entonces cuando por maltrato, la palabra cae en fosa de precariedad? De nuevo Paz brinda certera pista: “No sabemos en dónde empieza el mal, si en las palabras o en las cosas, pero cuando las palabras se corrompen y los significados se vuelven inciertos, el sentido de nuestros actos y de nuestras obras también es inseguro”. Cierto es que la corrupción del lenguaje –como espejo del deterioro en otros espacios de la vida social- predice el anquilosamiento y eventual parálisis del pensamiento. Hablar mal, refugiarse en exiguo léxico o reducir el estilo a la repetición, el lugar común y el eufemismo; arrellanarse en la mediocre vacuidad de la neo-lengua o apelar a la vulgaridad como recurso emotivo para fundirse con el “pueblo”, justificando fetichismos popularistas – reprochaba Rafael Cadenas- “aunque la cultura se derrumbe”, apunta a peligrosa involución que compromete idea y acción: algo que eventualmente incidirá en el resquebrajamiento de la identidad. Tal como anuncia José Rafael Herrera, mientras “una sociedad pujante, en pleno crecimiento y desarrollo, próspera, en situación de paz social, no exhibe el deterioro de sus obras fundamentales, de la simbología que la circunda”, otra clase de sociedad en discrónica regresión (G. Soriano) se vuelve, a través de la palabra corrupta, en vitrina material de la indigencia que vive hacia lo interno.

De ese modo, en el país de Andrés Bello, asistimos verdugos y mártires al cotidiano sacrificio del espíritu colectivo. No ha sido fácil lidiar con la sostenida merma que sufren todos nuestros referentes de civilidad: a merced de una rústica asimilación de la teoría marxista del cambio (entendida como literal derribamiento de toda tesis implícita en el antiguo statu quo; suerte de grosero reset del pasado para provocar el surgimiento de lo “nuevo”) el lenguaje culto -y su noble intento de asir la belleza- termina siendo arrollado, tachado de expresión de elitista dominación. En su lugar surge una retórica plagada de intemperancia, innecesarios desplazamientos cognitivos y ahorros de creatividad, de errores y feas muecas que se enaltecen y se aplauden, asumiendo erróneamente que reflejan el habla del venezolano de a pie. El ámbito público termina intoxicado por el tono del ámbito privado -el de la incontinente pasión – y disuelto el límite entre ambos.

Estudiosos como Cadenas, Briceño Iragorry y Rosenblat –apunta Francisco J. Pérez- ya advertían en otros tiempos sobre “el desgaste y la decadencia, el deterioro y la enfermedad, la patología y el desconcierto” que padecía el uso del idioma en Venezuela. A la vieja tragedia, ahora agudizada por la homogeneización del discurso del Poder (plagado de repeticiones y usos sin sentido) se añade la tendencia a subvertir toda norma establecida. El buen decir -¿otra camisa de fuerza “impuesta” por el pasado?- fue desplazado por una “lengua malandra”, como bien la bautiza Carlos Leáñez: un instrumento de trapacera identificación que, lejos de “abrir horizontes, los cierra”, modelando “para el envilecimiento”. Y he allí un riesgo fundamental: que el exceso de permisividad (con dosis de violencia simbólica y real) avalado por la “eficiencia” de este discurso, siembre la chusca idea de que la conexión emotiva con las mayorías sólo se logra degradando la palabra, no enalteciéndola. ¿Dónde quedaría entonces esa crucial labor de modelaje, ese referente democrático para la evolución que todo líder debe propiciar, aún a contrapelo de la decadencia del entorno?

La inquietud prospera al recordar que 16 años suponen un tiempo clave para el cambio de paradigmas que marca a una generación. Si como adelantaba Orwell en su célebre “1984”, una persona que no conoce más que su esclavitud piensa que es libre (la alta tolerancia al maltrato entraña un deterioro intelectual y político que le impide advertir su condición) no es aventurado pensar que un joven cuyo único marco de referencia lingüístico ha estado signado por el empobrecimiento, terminará asumiendo en esos modos la “nueva” norma, lo regular. Con horror vemos cómo cada vez impacta menos el empleo del tosco insulto y la chabacanería en terreno diplomático, por ejemplo; y cómo la indolencia de algunos venezolanos contrasta con la crispación que tal rudeza desata en otras latitudes.

El futuro que traza esa distopía debe alertarnos. Que no nos domestique tanta fealdad impuesta: esta debe ser hora para aferrarnos a esa belleza que sólo invocan las palabras. Resistirse a la repetición de las fórmulas del deterioro, cualquiera que este sea, es vía para quebrantar sus peores impulsos.

Preciso es evolucionar. No cabe duda.

@Mibelis

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