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Las señales del Muro

Con justa razón, Alemania y el mundo festejarán una fecha plena de significados y alegorías que, amén del literal derribamiento de una pared que de manera absurda escindió a un país, a una ciudad y su gente, invoca tanto el quiebre de la ideología que inspiró la formación del bloque soviético, como el fin de la Guerra Fría. Aunque hijo negado en sus orígenes por el Presidente del Consejo de Estado, Walter Ulbricht (“¡Nadie tiene la intención de erigir un muro!”, habría contestado incómodo a una periodista, en evidente acto fallido)[] fue bautizado oficialmente como «Muro de Protección Anti-fascista” por el Gobierno de la República Democrática Alemana. Su construcción en 1961 obedecía a la presunta intención de “proteger a la población de elementos fascistas que conspiraban para evitar la voluntad popular de construir un estado socialista en Alemania del Este”. Sin embargo, su provecho en la práctica fue mucho menos noble: el espectacular agravio de 43,1 kilómetros de largo y 3,6 metros de alto que dividió a la ciudad de Berlín en dos lotes, sirvió para contener la masiva migración durante la post-guerra (fenómeno que afectó a todos los países del bloque comunista) desde la Alemania del Este hacia esa “espina en el costado de la RDA”: el Berlín occidental y capitalista de la RFA. Y como la historia no perdona -ni tampoco está dispuesta a absolver desenfrenos de quienes no hacen mérito para dispensas- recibió también el apodo de  «Muro de la vergüenza»  por parte de la opinión pública mundial, para la cual era obvia la tragedia de un país malherido y finalmente roto por razones políticas y de dominación ideológica.

Pero 1989 llegó acariciado por la era de la Perestroika y el Glasnost: el consecuente relajamiento del control soviético hace que el primaveral espíritu del reformismo cunda en Europa y, claro está, en Alemania de Este. Allí las protestas se multiplican ante la testarudez de un Gobierno que se resiste al cambio, hasta que el 9 de noviembre, luego de la renuncia del canciller Hoenecker y ante una presión que rezumaba jugos de estallido inminente, las autoridades deciden abrir las fronteras. Esa fría noche, miles de alemanes orientales -algunos incluso alentados por el solo de violoncelo que ejecutó para ellos el propio maestro Rostropóvich, exiliado en la RFA- se citan ante al muro y abaten la estructura de hormigón armado, en simbólico, épico y colectivo gesto de fortaleza que sentenciaba el desenlace de la separación impuesta, el desmoronamiento del régimen y lo mejor: la promisoria reunificación.

25 años han pasado desde entonces, y no ha habido inviernos en vano. El mundo logró desabotonarse la ajustada camisa de la bipolaridad, para transitar un camino menos ortodoxo, más liberador. Como apunta Fernando Mires en sabia, redonda síntesis, “las coordenadas izquierda y derecha ya han perdido validez universal. En Europa los gobiernos de derecha llevan a cabo los programas de la izquierda y viceversa. En los EEUU dicha coordenada no ha existido nunca. En el mundo musulmán luchan chiítas contra sunitas, pero no izquierda contra derecha. El comunismo chino impulsa a la economía más capitalista del planeta. Solo en América Latina la izquierda y la derecha han conservado cierta validez, lo que no impide que los gobernantes autodenominados de izquierda dolaricen la economía (Ecuador) o se conviertan -vía importaciones- en los mejores clientes de USA (Nicaragua) o vendan hasta la última gota de petróleo al “imperio” (Venezuela).” Sí: en contraste con el pragmatismo que parece privar hoy en un mundo post-muro avivado por el colorido gustillo de la “Tercera vía”, el llamado Socialismo del siglo XXI que floreció en Latinoamérica a instancias de la Venezuela de Chávez, insiste en perpetuar el viejo forcejeo bicolor del pasado siglo. Así, se ha auto-erigido en adalid de la izquierda más dogmática (no la Marxista, sino, como sugiere Demetrio Boersner, esa izquierda en su más burda y básica expresión de franquicia: la Leninista-Stalinista) aun cuando eso sólo hace más palmarias las contradicciones entre el decir y el hacer de estos Gobiernos.

¿Por qué el terco empeño en calcar modelos que la propia evolución de la historia ha desechado? ¿Por qué retroceder a un estado previo a la caída de muros que separan el gris presente del exuberante futuro? Pues si bien la renta petrolera en el caso venezolano permitió financiar el antojo de resucitar una utopía sepultada bajo los escombros de la Cortina de Hierro, la situación hoy es otra. Con un precio por barril de petróleo en dramática mengua, sería no sólo espinoso, sino imprudente insistir en tal obsesión.

Tras 25 años de la memorable caída del Muro de Berlín, lo que sí queda claro es que nos toca pujar para derribar otro tipo de barreras: las mentales, esas que insisten en apartarnos de la prosperidad, y que evitan la necesaria reunificación de nuestros esfuerzos en pro de una Venezuela que espera, atenta, las señales de la cordura.

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