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Las instituciones y las personas

Llevamos tiempo quejándonos del deterioro de nuestras instituciones, una de las cuales es la Monarquía que ha sido la gran sorpresa con el anuncio de la abdicación del Rey. Las reacciones han sido diversas y han cubierto dos flancos: el de cuestionarse si hay que seguir apoyando la institución monárquica, y el de valorar qué puede representar el cambio generacional en la encrucijada en que nos encontramos.

Las instituciones son los pilares de la democracia. El mejor conservadurismo es el que lucha por mantenerlas y evitar que desaparezcan al menor envite, lo que no es contrario a exigirles reformas y autocrítica. Las instituciones están por encima de las personas que las gestionan, tienen una vida más allá de ellas, pero se apoyan en el buen hacer individual, que es básico para el prestigio de la institución. Con su trabajo, con sus manifestaciones, con sus gestos, cuando son acertados, los cargos públicos contribuyen a sostener el valor de la institución a la que representan o a deteriorarla cuando no están a la altura del servicio al que se deben.

Desde tales premisas, Juan Carlos I ha sido un buen ejemplo. Sin ser bienvenido en la transición por parte de una sociedad que desconfiaba de él, que rechazaba la procedencia franquista de su nombramiento, se ganó el aprecio y la estima de la ciudadanía y ha acabado haciéndose más merecedor de agradecimientos que de reproches. Le ha ayudado su carácter campechano, pero también gestos como el de disculparse públicamente por sus errores, o la misma decisión de abdicar, tan insólita en unos tiempos en los que la regla es disimular y esperar que las tormentas escampen.

Gestos que honran a las instituciones son los ya habituales en el Papa Francisco, que desde el principio renunció al boato y a las ceremonias superfluas, para mostrar, por el contrario, que la iglesia auténtica es la de los pobres.

Tan poco frecuentes son los gestos personales que, tras las elecciones europeas, sorprendió que Elena Valenciano reconociera sin tapujos los malos resultados obtenidos, o que Rubalcaba dimitiera como secretario del PSOE. Ningún otro partido de los que han sufrido un descalabro electoral parecido se ha planteado que convenía hacer un acto de humildad ante sus electores, que lo hubieran agradecido.

Si algo cabe esperar del nuevo Rey son gestos que contribuyan no a resolver los grandes problemas que tenemos, pero sí quizá a replantearlos o suavizar tensiones. Tiene en su haber que se le conoce más que a su padre cuando comenzó a reinar. Y que sus maneras han sido coherentes con la función que le corresponderá desempeñar. Es afable, discreto y concienzudo en la preparación de sus actividades públicas, he podido comprobarlo las veces que he estado con él. No supera a la Reina en aceptación popular, pero la sigue de cerca. Abre cuando menos una rendija a la esperanza.

Los cambios personales y generacionales son necesarios cuando lo conocido es perfectamente previsible y no ofrece expectativas nuevas. No siempre vale más lo malo conocido que lo bueno por conocer. En política hay que arriesgarse si se quiere reformar algo y dar paso a lo imprevisible. De ahí no hay que deducir que el traspaso generacional consiga por sí solo que se regenere la democracia y que se recupere la afección por la política o la confianza en las instituciones. Tampoco cabría esperar novedad ninguna en el proceder democrático por el mero hecho de sustituir la Monarquía por una República. La mayor ingenuidad del movimiento soberanistas catalán reside en la absurda expectativa de que la independencia lo solucionará todo, desde el estado de las finanzas a la corrupción.

La Monarquía española no gobierna ni legisla, pero tiene una presencia pública constante. El mejor gesto que podría hacer Felipe VI es el que proponía aquí mismo José María Mena: auspiciar un referéndum que confirmara su legitimidad e instaurara una “monarquía mínimamente republicana”.

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