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La mordaza al periodismo independiente

Las consecuencias ominosas de la legislación regional reguladora de la libertad de expresión – de horma venezolana validada por el Foro de San Pablo – están a la vista. El común de la gente no se da por aludida. Hay cosas urgentes que priman en lo cotidiano, como las carencias domésticas, que alejan lo esencial e imponen la supervivencia.

El establecimiento de hegemonías comunicacionales de Estado – o la voz excluyente de quienes mandan a título personal luego de haber asaltado al Estado, apropiándoselo – es una realidad extendida o en curso de afirmación en Venezuela, Argentina, Bolivia y Ecuador, con sus matices.  La prensa independiente, radioeléctrica o escrita, es cosa del pasado o la han comprado muñecos de ventrílocuos oficiales.

Algunos creen que su ausencia la remedia el periodismo subterráneo, el twiter y las redes sociales, eficaces en una democracia real. No así cuando la fuerza mayor o menor del Internet y sus servidores la distribuye un censor policial.

Lo cierto es que ha muerto la democracia – la expresión libre y plural es su columna vertebral – y pocos se percatan de ello, pues se la ha desmontado progresivamente, sin ruido, como cuando se elimina un puente tuerca por tuerca, viga por viga, rail por rail, sin que su usuario se percate hasta el día en que no lo ve más.

No exagero. Si le falta el papel al diario El Impulso de Barquisimeto o a Teodoro Petkoff para su Tal Cual, ello es cuestión que lamenta la gente pero ve propia del editor afectado y al caso resoluble, poco a poco.  Al fin, ante de sus cierres anunciados, les ha llegado algo de oxígeno a los periódicos no gubernamentales para sus terapias intensivas. Si Nicolás Maduro niega divisas para importar papel por una parte, por la otra, a través de la Corporación Maneiro, dependencia del Palacio de Miraflores e importadora de dicho insumo, alguna bobina les da para que  pongan en blanco y negro sus ideas, frustrando sus cacareados finales e invitándoles indirectamente a censurarse.

Esta realidad distinta e inédita – las dictaduras de antes cierran los medios y los de ahora se cierran solos, por obra de la ley – tuvo su origen en una razón fáctica, legitimada por jueces al servicio de los sistemas de dominación personalista instalados en los países citados. Hugo Chávez en vida, al igual que sus pares, descubren que no les basta el petróleo ni sus presupuestos para mantenerse en el poder sin alternancia, como tampoco para mandar sobre sus territorios feudalizados sin dominar la fuente de poder en el mundo globalizado, las comunicaciones.

Desde entonces enfilan sus baterías contra medios y editores locales, demonizándolos, tachándolos como antidemocráticos a la vez que de explotadores de los periodistas, tildando a éstos, a la par, de asalariados con bozal, para neutralizarlos. Y al dedo llega y calza la prédica falaz sobre la democratización necesaria de la prensa. Las leyes de control son bienvenidas, pues, según la conseja, vienen a poner las cosas en su justo sitio.  Y ya están en su sitio.

La radio y la televisión, y en el caso ecuatoriano también la prensa escrita, ahora son «bienes del dominio público» (Venezuela), «administrados por el Estado» (Argentina) o «del Estado» (Ecuador), o acaso «recursos estratégicos de interés público» (Bolivia). En suma y en lo adelante, el mismo Estado, como padre bueno y fuerte, se ocupa de informarnos, de opinar por nosotros y comunicarnos lo que ellos, como tutores diligentes, consideran beneficioso para nosotros.

En nombre de la libertad, lo declara Rafael Correa desde el Ecuador, cabe «erradicar la influencia de los sectores económicos y políticos sobre los medios», y al ras, la procuradora argentina, Alejandra Gils Carbó, levanta el velo del despropósito: «Es competencia del Estado la distribución democrática del poder de la comunicación, tanto como es inadmisible la enorme ventaja competitiva en términos políticos de los medios independientes, pues ello les da la posibilidad de influir activamente en el diseño de las políticas públicas».

Nicolás Maduro, en suma, hoy piensa y habla sólo durante largas cadenas, para que los demás escuchen sin replicar. Diosdado Cabello, el capataz, insulta desde el canal del Estado mientras apresa o somete a la justicia penal a quien discrepe o lo ponga en evidencia. Y al igual que Evo Morales, Cristina Kirchner o el propio Correa, dicen encarnar a la democracia y su talante posmoderno, dentro del socialismo digital en boga.

La expresión y la prensa libres son al presente asunto de gobernantes, no derecho de periodistas o ciudadanos. La ciudadanía plural, por ambiciosa y aplaudiendo el anunciado castigo de los editores de medios, ha mudado en propaganda de Estado. Esas tenemos.

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