La hiperinflación alemana de 1923
Es difícil imaginar el derrumbe social al que conduce inevitablemente todo proceso hiperinflacionario. Sólo quienes han vivido ese drama (1) pueden darnos una idea aproximada de lo que ello significa para una nación civilizada. El ejemplo de la hiperinflación alemana de 1923 es alucinante aún para los propios alemanes que lo vivieron. En esa época, el gobierno socialista de Alemania creyó que podía imprimir ilimitadamente billetes de banco con los cuales cubrir el déficit de las industrias estatizadas (ferrocarriles, teléfonos, etc.) y saldar alegremente las deudas del Estado. El resultado fue la descontrolada hiperinflación de 1923 que produjo desocupación, saqueos callejeros, caos social y toda clase de calamidades que finalmente condujeron a un horror aun peor: el nazismo. Repasemos los hechos. Alemania había contado con obtener una rápida victoria sobre sus enemigos en la guerra de 1914, por lo cual no vaciló en cubrir los gastos militares mediante empréstitos públicos que serían cancelados por las reparaciones exigidas a sus enemigos vencidos. Esta irresponsable decisión se adoptó no obstante saberse de antemano que sólo un seis por ciento de estos empréstitos serían cubiertos por impuestos. Pero Alemania perdió la guerra y se encontró en 1918 con el mayor déficit de su historia. Por los tratados de Versalles, Alemania perdía el 75 por ciento de sus reservas de mineral de hierro, el 25 por ciento de las de carbón y el 20 por ciento de su capacidad productiva de hierro y acero. Mayor gravedad revestía su situación financiera, agudizada por la necesidad de pagar ingentes reparaciones de guerra. Al finalizar la contienda, la cantidad de moneda en circulación era cinco veces superior a la de 1914. El gobierno alemán insistía en que el pago de reparaciones creaba una situación insostenible, si bien hoy sabemos que esa afirmación respondía a una intención demagógica del presidente socialista Federico Ebert, ya que no todos los problemas económicos de Alemania se debían exclusivamente al pago de dichas reparaciones y otras cargas impuestas por el durísimo Tratado de Versalles. Algunos alemanes culpaban a los judíos. Pero echar las culpas del desastre a los países vencedores, o al supuesto poder económico de los judíos, y llenar de odio y resentimiento el corazón de millones de alemanes, resultaba cosa fácil y políticamente ventajosa. Pero la verdad era otra: la parte más importante del déficit fiscal de Alemania se debía a los costosos programas de salud pública y bienestar social y a la política de socialización de la economía que el Partido Socialista había iniciado inmediatamente después de terminada la guerra. Se había llegado al extremo de crear un sistema de consejos laborales mediante el cual los trabajadores de cada empresa elegían representantes que luego formaban parte de los directorios y participaban en la dirección de las industrias.
Dice Hans F. Sennholz en su libro Tiempos de inflación: “Mientras que los gastos oficiales subían a grandes saltos, los ingresos provenientes de impuestos declinaban gradualmente hasta que, en octubre de 1923, sólo el 0,8 por ciento del presupuesto de gastos quedaba cubierto por la recaudación impositiva. En el período comprendido entre 1914 y 1923 los impuestos apenas cubrían el 15 por ciento de los gastos. Durante la fase final de la inflación, el gobierno alemán llegó a experimentar una atrofia completa del sistema fiscal”. Frente a este descalabro el gobierno se lanzó a la emisión monetaria, aumentando la cantidad de moneda en circulación de 22 billones de marcos en 1919, a 400 trillones en noviembre de 1923 (esta última cifra no es exacta y varía según distintos autores). Estalló la hiperinflación. Para los alemanes todo fue imprevisto y demoledor. Los precios y salarios comenzaron a subir tan vertiginosamente que era posible ponerse en una cola para comer una salchicha a un determinado precio, y tener que pagarla cinco veces más cara al llegar al mostrador. El colapso se produjo el 30 de octubre de 1923. Ese día, el precio del dólar norteamericano, que había valido 4 marcos en 1914, alcanzó la extraordinaria cotización de 6 billones de marcos (4,5 billones según algunos autores). Majorie Palmer (citado por Álvaro Alsogaray en su ensayo Lo que vendrá, publicado en La Prensa el 15/7/75) describe con patetismo estremecedor lo ocurrido en esos días de pesadilla: “Es difícil para cualquiera que se haya criado en una sana economía monetaria comprender el caos que siguió al colapso del marco alemán. Para el público en general, la inflación era más notable y dolorosa en los pequeños comercios donde compraba sus alimentos, ropa y otras necesidades básicas. Los precios variaban por hora y los nuevos valores se anunciaban y remarcaban continuamente a medida que el valor del marco continuaba su espiral descendente. “En un día de junio un hombre pagó 14.000 marcos por un sándwich de jamón. Al día siguiente el mismo sándwich, en el mismo negocio, le costó 40.000 marcos (6.000 dólares al cambio de la posguerra). Los habitantes de las ciudades que vivían a sueldo encontraban que sus cheques semanales apenas cubrían el costo del transporte hasta sus casas. “Muchos pequeños negocios cerraron cuando habían vendido sus mercaderías. Otros, más habilidosos, comenzaron a retener sus productos hasta el día siguiente, cuando los precios subirían seguramente. Pero poco después, hasta ellos se vieron obligados a cerrar cuando los granjeros y mayoristas comenzaron a negar sus entregas a cambio de marcos que se deterioraban tan rápidamente”. Willi Frischauer relata lo que le ocurrió al compositor Mischa Spoliansky el 1 de noviembre de 1923. El famoso músico quiso comprar el diario “Berliner Tageblatt” para enterarse de cuánto le costaría ese día el boleto de tranvía, pero se encontró con la sorpresa de que los 28 millones de marcos que llevaba encima no le alcanzaban para comprar el diario porque el precio del ejemplar había subido repentinamente a 3.000 millones de marcos.
Cuando Spoliansky tomó el tranvía para dirigirse al centro de Berlín, sus 28 millones de marcos sólo le sirvieron para pagar una sección del trayecto, debiendo bajar y caminar el resto. “La editorial le dio por sus composiciones musicales 3.500 millones de marcos –cuenta Frischauer- equivalente a 185 millones de libras esterlinas del tipo de cambio de 1913, pero a la mañana siguiente aquel dineral no le sirvió ni para comprar un litro de leche a su hija”. Se han recogido muchas historias semejantes de esa época. Las amas de casa salían angustiadas a la calle y recorrían los negocios tratando de hallar algún comercio cuyos precios no hubiesen sido aún actualizados. Los diarios anunciaban diariamente el “índice” o “multiplicador” de la jornada, un número por el cual había que multiplicar los precios del año 1913. El día 2 de noviembre, el multiplicador para determinados productos alimenticios fue ¡de 76.400.000.000! El dramaturgo Stefan Zweig dice en su autobiografía(El mundo de ayer, Editorial Claridad): “Relatar la inflación alemana en sus detalles, con todas sus inverosimilitudes, requeriría un libro, y ese libro impresionaría a los hombres de hoy como un cuento de hadas. Viví días en que por la mañana pagué cincuenta mil marcos por un diario, y cien mil por la tarde. El que tenía que cambiar dinero extranjero distribuía la conversión por horas, pues a las cuatro recibía multiplicada la suma que se pagaba a las tres, y a las cinco, varias veces más que sesenta minutos antes. ¡Vi a un mendigo arrojando furioso un enorme fajo de billetes de cien mil marcos a un albañal! Al precio de cien dólares podían comprarse series enteras de edificios de seis pisos en el Kurfürstendamm; hubo fábricas que no costaban más, convirtiendo la moneda, que antes una carretilla”.
Efectivamente, quien por aquellos días poseía moneda extranjera era todo un potentado. Es bastante conocida la historia de los cuatro jóvenes turistas que visitaron Berlín en 1923 con un billete de cien dólares. Cuando el rico protector del que los cuatro jóvenes dependían (el filántropo Janvan Loowen) tuvo que dejar Berlín por un par de semanas, les dejó un billete de cien dólares en préstamo y todos se fueron a celebrar el acontecimiento con una cena en el mejor restaurant de Berlín. Cuando quisieron pagar la adición con el billete de 100 dólares, n o pudieron darles el cambio, ya que el equivalente en marcos era superior a los ingresos de todo un mes en el restaurant. Los jóvenes dejaron sus domicilios y pudieron marcharse. Luego de repetir esta escena en diferentes restaurantes todas las noches durante dos semanas, pudieron devolver el billete a su propietario y cancelar con cheques sus deudas en los restaurantes. Cuando estos hicieron efectivos los cheques en los bancos, el marco valía cincuenta veces menos que la semana anterior. (Acotemos que a los alemanes no se les había ocurrido inventar la “indexación” o actualización monetaria, invento brasileño que los argentinos aplicamos tan fervorosamente). “Unos muchachos habían encontrado un cajón de jabón olvidado en el puerto –cuenta Stefan Zweig–, se pasearon meses enteros en automóvil y vivían como príncipes, vendiendo cada día uno de aquellos jabones, tanto que sus padres, gente adinerada en otro tiempo, se arrastraban como mendigos. Se daba el caso de ordenanzas que fundaban casas bancarias y especulaban con moneda extranjera. Especuladores y extranjeros con automóviles de lujo compraban fábricas y manzanas enteras de viviendas como si se tratara de cajas de fósforos”.
Se cuenta que en el Banco del Estado, el Reichbank, todo era caos y ansiedad. Había alrededor de mil empleados que trabajaban en dos turnos para contar montañas de billetes que eran diariamente cargados en grandes fajos en camiones que los distribuían a los bancos de Berlín. ¿Y qué hacían entretanto las autoridades monetarias dirigidas por el doctor Rudolf Havenstein? Echar más combustible al fuego. No se les ocurría otra idea que emitir y emitir más de aquellos billetes inútiles que perdían su valor en cuestión de horas. Stolper (citado por Valentín Vázquez de Prada en el segundo volumen de su Historia económica mundial) asegura que en la confección de billetes trabajaban 150 plantas impresoras y más de dos mil prensas que no podían dar abasto. La dificultad material para fabricar semejante volumen de dinero se fue agudizando en forma desesperante. Los funcionarios del Reichbank trataban de canalizar los cargamentos de dinero a través de los teléfonos, procurando que de las imprentas fuese llevado directamente a bancos y fábricas. Toneladas de papel eran diariamente entregadas por 30 fábricas e imprentas oficiales y muchas particulares que habían sido contratadas por el gobierno. Los cajeros de los bancos usaban carretillas para llevar el dinero. Finalmente se había prescindido de las mínimas condiciones de seguridad y los billetes ya no llevaban siquiera número de serie, dado que en aquellos días a nadie se le habría ocurrido asaltar un banco y mucho menos falsificar dinero. La distribución de billetes se hacía con extraordinaria eficiencia y rapidez, y sin embargo habían perdido la mitad de su valor al llegar a destino. Los bancos, finalmente, ni siquiera perdían el tiempo en contar los fajos que recibían, y los billetes de valor menor de los días anteriores eran directamente utilizados como combustible para la calefacción, para empapelar paredes y hasta como relleno térmico en los abrigos de invierno. Con la inflación cundió la inmoralidad (según, aclaremos, el concepto pacato de la época): “Ni aun la Roma de Suetonio había conocido orgías comparables a los bailes de invertidos de Berlín –comenta amargamente Stefan Zweig–, donde centenares de hombres vestidos de mujeres y de mujeres con indumentaria masculina bailaban bajo las miradas complacientes de la policía. Por toda la ciudad se paseaban muchachos pintados, junto con los profesionales del vicio (…) En los bares oscurecidos veíanse a secretarios de Estado y hombres de altas finanzas hacer la corte melosamente y sin la menor vergüenza a marineros borrachos”. “Las revueltas callejeras y el pillaje, llevados a cabo por turbas hambrientas –escribe Majorie Palmer– comenzaron a estallar en todo el país. El gobierno que había temido que el aumento de los impuestos inflamara a la gente, se veía se veía enfrentado a las insurrecciones que la inflación había causado. Los partidos extremistas se abalanzaron para explotar la situación. Cerca de Leipzig, un Comité de Control Comunista marchó sobre las granjas y obligó a los grandes propietarios, y aun a los pequeños, a entregar su ganado que fue carneado en el acto y vendido a bajo precio. Una turba invadió el mercado central de Hannover llevándose todo lo que encontraron, al costo de cinco muertos. En Sajonia y Turingia los comunistas se unieron con los socialdemócratas con la intención de organizar un golpe de Estado que derrocara al Reich y les diera el poder. En Munich, Adolf Hitler y los nacionalsocialistas urgían a las autoridades para que se organizara una marcha sobre Berlín. En setiembre de 1923 se declaró el estado de emergencia nacional y el ejército fue llamado a sofocar las revueltas organizadas por nazis y comunistas”. No se exagera cuando se afirma que la hiperinflación provoca la disolución de una sociedad. Fue tal el desastre en Alemania que la vida se transformó en un verdadero absurdo. La escasez de alimentos provocó graves enfermedades en niños y grandes elevándose enormemente la tasa de mortalidad- Un anuncio periodístico de aquella época muestra lo grotesco de la situación: la asociación de dueños de funerarias anunció que, dado el aumento del precio del carbón, se veía obligada a elevar el costo de las cremaciones a 350 mil millones de marcos. (En la edición en papel de este libro, incorporé como elocuente ilustración las estampillas alemanas de la correspondencia que recibía en esa época mi abuelo desde Alemania. Allí se puede ver que enviar una carta a la Argentina en enero de 1923 costaba la módica suma de tres marcos. En noviembre de ese mismo año, apenas diez meses más tarde, la estampilla para esa misma carta costaba 500 millones de marcos). Por todos los medios procuró el gobierno soslayar su responsabilidad en ese desastre acusando a los especuladores (que los nazis identificaban como “los judíos”) y a los aliados vencedores de la guerra. Pero por lo menos alguien pagó por tantos errores y mentiras: el doctor Rudolf Havenstein, de 66 años de edad, que había hipotecado irresponsablemente el futuro de Alemania con su política inflacionaria, abrumado por el fracaso y agotado por el exceso de trabajo y las preocupaciones, falleció el 20 de noviembre de 1923- Su sucesor, el doctor Hjalmar Schacht (que paradójicamente ocuparía el mismo cargo en el gobierno de Hitler años más
tarde) logró con enorme esfuerzo poner en circulación una nueva moneda denominada “Retenmark”, de carácter provisorio, que se canjeaba por la vieja moneda en una proporción de un Retenmark igual a un billón de marcos. Gracias a la favorable predisposición del pueblo alemán que estaba harto de la inflación y deseaba cooperar con las autoridades, se logró una primera etapa de relativa estabilidad. El 30 de agosto de 1924 se reorganizó el Reichbank cuyo valor fue el mismo que el de 1914 (4,2 Reichmark, igual a un dólar). Sin embargo, el tremendo colapso habría de dejar hondas y muy dolorosas consecuencias en Alemania. Vino la inevitable deflación y con ella la desocupación. En el año 1933 Alemania tenía más de seis millones de desempleados. Para entonces ya todos creían que era necesario un dictador que viniera a poner orden. “Hay que recordar siempre –afirma Zweig– que nada exasperó tanto al pueblo alemán, nada lo tornó tan maniático del odio, tan maduro para Hitler, como la inflación”. Así fue como un personaje alienado, un psicópata gritón de mirada acerada y gestualidad intimidante, logró el poder absoluto en una de las naciones más civilizadas y cultas de la tierra, y llevó a la humanidad a una guerra mundial que costó la vida de más de cincuenta millones de personas. Fueron los alemanes quienes votaron a Hitler, es verdad. Pero el desorden monetario provocado irresponsablemente por el Partido Socialista le había abierto todas las puertas.
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1 (NOTA AGREGADA EN 2011) Este libro fue publicado en 1986, tres años antes de que en la Argentina estallara una hiperinflación en muchos aspectos semejante a la de Alemania del año 23. Aquí también hubo caos social, personas que se enriquecieron con la especulación y otros que lo perdieron todo, hubo saqueos a supermercados y muertos, y las causas de esa hiperinflación fueron exactamente las mismas que la de toda hiperinflación: la emisión irresponsable de moneda destinada a cubrir el déficit fiscal. La Argentina venía viviendo un largo período de inflaciones de diferente intensidad: desde 1946 hasta 1974 soportó una inflación promedio del 30 por ciento anual; de 1975 a 1988, la inflación fue de tres dígitos y se la denominó “megainflación”. Finalmente tuvimos dos hiperinflaciones: una de 5.000 por ciento anual al final del gobierno de Alfonsín (1988/1989), y la otra de 21.000 por ciento anual durante el primer año del gobierno de Carlos Menem. El drama terminó con la sanción de la Ley de Convertibilidad, ideada por el ministro de Economía Domingo Cavallo y apoyada con firmeza política por el presidente Menem. Esta ley estableció una paridad cambiaria fija de un Peso igual a un Dólar, abolió la indexación y prohibió al Banco Central financiar al Tesoro con emisión monetaria. Durante diez años la Argentina vivió una estabilidad de precios casi perfecta, incluso con períodos de deflación. Queda para una discusión técnica e histórica seria establecer las causas por las cuales una cosa que duró diez años estalló de pronto. Por mi parte creo que esas causas habría que buscarla, como siempre, en el exceso del gasto público, el despilfarro, el endeudamiento y los altísimos costos de la política tal como se la practica en la Argentina
Enrique Arenz (Mar del Plata, 1942). Entre sus muchas actividades fue músico, compositor, afinador de pianos, político, constructor, periodista independiente y escritor. Pero estas dos últimas actividades son las que con verdadera pasión acapararon toda su vida.
Tiene nueve libros publicados, dos del género ensayo Libertad: Un sistema de fronteras móviles (1986), y El error de los intelectuales (2004) ; dos novelas, Las mándragoras han dado olor (1999) y Marplateros (2009); y cuatro libros de cuentos: La pensionista y otros cuentos anormales (2000), Cuentos de Navidad (2001), No confíes en tu biblioteca (2006), Historias de Tierra Santa (2011) y Mágica Navidad, 24 cuentos para leer en diciembre (2012). Cofundador de la revista Economía Social de Mercado, publicada entre 1973 y 1976, y jefe de redacción de la revista Empresa y Finanzas, que circuló entre sectores empresarios y profesionales entre 1980 y 1982.
Como periodista de opinión colaboró durante doce años consecutivos con el diario La Prensa de Buenos Aires (entre 1983 y 1995). Es colaborador del diario marplatense La Capital con cientos de artículos publicados. Colaborador de la revista Vosotras, Ideas sobre la libertad del Centro de Estudios sobre la Libertad y Orientación Económica del Instituto de la Economía Social de Mercado.
Entre 1977 y 1979 fue columnista del semanario político Correo de la Semana, fundado y dirigido por el prestigioso periodista y político Francisco Manrique. No está demás recordar que durante el Proceso Militar (1976 a 1983), Correo de la Semana y los diarios La Prensa y Buenos Aires Herald fueron los únicos medios de circulación nacional que defendieron la libertad y ejercieron una valiente crítica periodística.