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La emboscada del hambre

Que no hay carne ni pollo, harina, leche, azúcar o café; que los sueldos languidecen, triturados por la inflación más alta del mundo; que merman medicinas e insumos en centros de salud, así como merma el tiempo en las colas; que las vacaciones –¡borrosa idea la del derecho al ocio!- se tornan en lujos consistentemente diferidos. Que la noche –una promesa que mutó en amenaza- hace que el miedo pueda más que las ganas de ver a los amigos; mientras que de día, el ojo se ejercita ad-nauseam en el arte de reconocer la periferia, no vaya a ser que algún rufián se antoje de nuestra crispada existencia, si es que ya no te tocó en alguna ocasión “hablar con la pistola”. En la Venezuela de hoy se nos va la vida resolviendo las urgencias más elementales: comer, dormir, asegurar techo y trabajo, encajar en la sociedad o aspirar a seguridad y orden mínimos, son menesteres que desplazan con rabiosa frecuencia el sitial de necesidades más complejas (jamás menos importantes) como las del afecto, el reconocimiento o la auto-realización. “Comer primero, luego la moral”: así canta “Mack, the knife (un criminal, un anti-héroe que brindó originaria inspiración para “Pedro Navaja”) en la célebre “Ópera de 3 centavos” creada por Brecht y Weill en 1928. Su tesis, aunque descarnada, luce irrebatible: cuando no se mitiga el hambre más básica, la sofisticada búsqueda de “alimento para el espíritu” tiende a postergarse.

Fue Abraham Maslow quien así lo establece. En 1943 desarrolla la teoría que sugiere la agrupación de las necesidades humanas en una Pirámide de 5 niveles: en la medida en que se satisfacen las necesidades ubicadas en la base (supervivencia fisiológica, seguridad y afiliación) somos capaces de “escalar hacia la cúspide”, desarrollar deseos más elevados y su consecuente expresión en el pensamiento y la conducta (confianza, respeto, moralidad, creatividad, espontaneidad, falta de prejuicios y aceptación de los hechos). Pero hablamos de una estructura dinámica: ascender o bajar un nivel no es proceso irreversible. Dependiendo de cómo se comporte el entorno (lo que el marxismo llama las condiciones materiales de existencia) podemos caer bruscamente, por ejemplo, del nivel más alto al más bajo.

Así, una sociedad forzada a actuar según dicte la apremiante punzada en su estómago, atendiendo sólo al impulso de supervivencia –como un animal que compite con sus semejantes en hábitat hostil y con recursos insuficientes- comienza, naturalmente, a prescindir del interés por aquellos temas asociados a la obtención de “moral y luces”, valores individuales y de intercambio. Adulto repentinamente transformado en niño, despojado de su autonomía, de su facultad para elegir y planificar, al venezolano –sobre todo esa vapuleada clase media, enteramente dependiente del esfuerzo propio para subsistir- se le condena a enfocar toda energía en la súbita complicación del “aquí y ahora”. Y si consideramos que -especialmente en país como este, profundamente movilizado por la emocionalidad- el auge de las dificultades termina reprimiendo el pensamiento analítico (recordemos que Freud insistía en el dominio que los instintos ejercían en el ser humano, por encima de la conciencia y los valores) encontraremos el paisaje ideal para la entronización del populismo y la consecuente dominación, la pavloviana domesticación del impulso a través del racionamiento. En el marco de una economía de penuria que, lejos de solucionarse, cada día empeora, pareciera que la intención última del poder es convertirnos en tribu hambrienta, en exclusiva procura de manutención.

No luce casual, por eso, la inercia respecto a la escasez, las colas, la inseguridad, la violencia desatada, la ausencia de justicia, la propagación del pesimismo y las pasiones tristes (Spinoza), el elemental apremio jamás resuelto; todo eso a contrapelo del gesto grandilocuente, provocador, la retórica hinchada pero evasiva y desligada de contenidos reales. Por eso medidas como la nueva reducción del cupo de divisas, por ejemplo (y la previsible estigmatización del raspa-cupo) una dificultad más con la que debe lidiar este nuevo Homo Venator venezolano, todo fauces y ojos abiertos, adiestrado en la caza de bienes que, administrados por el Estado, resultan cada vez más más precarios y limitados.

El método para rendir voluntades a partir de la manipulación del instinto y represar así el pensamiento independiente, individual e ilustrado no es nuevo: otras sociedades lo han sufrido y lo sufren, con el consecuente saldo trágico que supone. Pero no es menos cierto que muchas de ellas han logrado liberarse del fatal abrazo de ese chantaje cebado por las pasiones del “pueblo”. Sí: en país llevado por la emoción, tal vez es posible una nueva razón política y trasformadora, una “sabiduría de los afectos” que fundada en el cultivo de las pasiones alegres –como decía Spinoza- sepa rebelarse contra la tristeza, la docilidad, el miedo.

Después de todo, 16 años también son demasiados para cualquier hambre.

@Mibelis

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