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Espejo mexicano

Hace yenyora un buen rato que se vienen multiplicando en Venezuela las noticias sobre acciones criminales y enfrentamientos entre grupos delincuenciales. Marcan sus espacios y dejan su huella de sangre y miedo, a la vez que rastros de un poder cuyas ramificaciones en los escombros de nuestro derrumbe institucional son ya inocultables.

Las cada vez más escabrosas informaciones que vamos recibiendo sobre la masacre de Iguala y sus circunstancias deberían propiciar una reflexión seria, para detenernos en esos hechos y en las condiciones en medio de las cuales se llega al horror.

De un lado, está la confirmación de las características que, no por casualidad, se han ido solapando hasta oscurecer y borrar los perfiles institucionales mínimos en la violenta ciudad y sus alrededores, en un perverso círculo vicioso al que se entra por diferentes grietas: el vaciamiento ético del ejercicio del poder en todas sus ramas; la difuminación gubernamental y partidista de los límites entre lo público y lo privado, lo legal y lo ilegal; la penetración de la política por mecanismos ilícitos de persuasión, disuasión y represión en los que se confunden la función pública y el crimen, las fuerzas del orden público y las que protegen a los delincuentes.

Del otro lado, están las movilizaciones sociales de protesta y el acompañamiento a los familiares de las víctimas en reclamo de una investigación seria, exhaustiva. Los hechos de Iguala han golpeado fuerte a la presidencia de Enrique Peña Nieto y pareciera que también se sentirá su impacto sobre los partidos políticos ligados por acción y omisión a sus turbios antecedentes.

Lo cierto es que, si bien justificadamente se le recrimina lentitud, el gobierno federal ha movilizado, dentro del marco constitucional, los recursos de orden público, investigación y procesamiento judicial que el asunto reclama. De especial valor es en esto la independencia de la Comisión Nacional de Derechos Humanos –equivalente a una Defensoría del Pueblo– ante este caso, y otros, para hacer valer los derechos de las víctimas y sus familiares.

Al presidente de México se le reclama no solo lentitud, sino el mantenimiento de su agenda internacional en el empeño por proyectar normalidad y atender personalmente el cierre de acuerdos de gran escala financiera con China. Con todo, esa preocupación por la imagen y proyectos de su gobierno no lo ha puesto en plan de descalificar las expresiones internacionales de preocupación y condena, como las de Oficina de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, la Unión Europea, el Vaticano, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y organizaciones no gubernamentales como Amnistía Internacional y Human Rights Watch. El director de esta última no solo ha calificado la masacre de Iguala como la más grave desde la de Tlatelolco en 1968, sino que ha recordado el retardo en la clarificación de responsabilidades de personal del ejército en las ejecuciones de veintidós civiles en el municipio de Tlatlaya (estado de México), hace cuatro meses. Y en cuanto a la CIDH, ante la petición de apoyo técnico por parte de organizaciones de derechos humanos conjuntamente con el gobierno de México, respondió con algunas sugerencias y con su disposición a atender los asuntos más estructurales y subyacentes en torno a las desapariciones forzadas ocurridas en México en los últimos años.

Espejo de claroscuros, en suma, ante el que no queda menos que preocuparse y ocuparse de la penumbra que hoy se cierne sobre Venezuela.

 

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