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Escocia es única

A falta de tres días para que los escoceses acudan a votar sobre la eventual independencia del Reino Unido, y con una lluvia de encuestas que tienden a exponer una notable igualdad entre las opciones, conviene subrayar varios aspectos sobre la trascendencia de este acto. Más allá de sus consecuencias para Reino Unido, lo que suceda en Escocia, tanto si el resultado es el no a la independencia como el sí —y, por lo tanto, el regreso a las fronteras de 1707—, tiene suficientes particularidades como para afirmar que nadie debe utilizarlos para el ataque o la defensa de otras causas ni debe servir de excusa ni pretexto para otros lugares.

El caso escocés es de una singularidad única en Europa, como ha resaltado durante la campaña electoral el propio líder independentista, el primer ministro escocés, Alex Salmond, que ha rechazado las comparaciones con el proceso soberanista de Cataluña, por ejemplo.

El debate sobre la independencia de Escocia no ha llegado a este punto fruto de una mirada retrospectiva a la historia en busca de agravios y discriminaciones con los que construir artificialmente un relato ajustado a un plan predeterminado. Los políticos no se han enzarzado en discusiones bizantinas sobre razones y culpas del pasado; se ha hablado sobre todo de propuestas de futuro en ambos bandos, de cómo cree cada parte que estará mejor Escocia.

Los debates han tirado más de leyes y calculadora que de sentimentalismo, aunque ha existido, por fuerza, el componente emocional. La pasión ha estado más en el lado secesionista, sin duda, pero el independentismo escocés no se ha dejado arrastrar, en líneas generales, por una épica propia del romanticismo decimonónico para insistir en lo que debe ser un país europeo del siglo XXI.

Y en el otro lado, el Gobierno británico no ha eludido la cuestión. Es más, fue el propio primer ministro, David Cameron, el que pactó la convocatoria del referéndum y planteó la pregunta —clara y directa, sin recovecos ni derivadas— sobre la que van a pronunciarse todos aquellos que viven en Escocia. Posiblemente se equivocó al plantear una disyuntiva tan radical a los votantes, sin darles opción a una tercera vía como sería la de una mayor autonomía para Escocia —que es precisamente lo que ha ofrecido a última hora— y se ha movido a rastras de la realidad, pero el primer ministro británico abordó al fin el asunto antes de que el nacionalismo escocés terminara empantanando durante décadas el juego político.

Reino Unido es la democracia parlamentaria más antigua del mundo. Con altibajos, ha celebrado un debate político con ideas e iniciativas, con cambios de posición y con amplias explicaciones. La decisión queda ahora en manos de los escoceses y de su singularidad. Todo ello dentro de un proceso legal, a diferencia de lo que proponen algunos de los líderes del independentismo catalán, que se apuntan a la idea de saltarse la legalidad.

(Editorial)

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