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El nuevo opio del pueblo

Antes el fútbol fue un vicio honorable, de pobres. Los cracks del momento, me acuerdo, como el barranquillero ‘Caimán’ Sánchez o el ‘Charro’ Moreno, vivían en los barrios de la clase media baja de Medellín, a veces lindantes con los de las putas de los lados del río, que además se morían por ellos. A mí jamás me tramaron esos ídolos. Yo quería ser santo y hacer milagros y pronto aprendí a diferenciar la gloria de la mera fama mundana, que pronto se extingue. Y creo que hasta me daba un poco de lástima que tuvieran que ganar el sustento sudando en calzoncillos detrás de una pelota. Un par de veces fui al estadio. Y me aburrí.

Los mejores partidos los vi en cambio en las cañadas de los vecindarios de Manrique y el barrio Sevilla y en los potreros de Envigado. Entre pobres descalzos, y sin árbitro porque no hacía falta, aunque se jugara duro. Hijos de carniceros que disparaban verdaderos cañonazos con los pies desnudos, de abogados de mediopelo, de sastres que tenían un pequeño taller junto a una panadería, del panadero. A veces no tenían padre. Pero les sobraban piernas. Cuando echaban a volar con la pelota en el empeine, puesta de corona en la cabeza, o llevada en un codo que se daba por reglamentario de lo bella que quedaba la finta.

Las canchas eran un pedregal en pendiente que daba a una quebrada convertida en basurero. Pero las piedras ayudaban al juego. Pues los maliciosos se las aprendían de memoria, y conocían la forma de aprovecharlas para que el balón hiciera un extraño, así se dice en la jerga, y cambiara de dirección de repente hacia el gol ineluctable como la muerte.

Hoy el fútbol ha cambiado. Como el boxeo, el basquetbol, el beisbol, el ciclismo. Hasta convertirse en un circo universal de empresarios corruptos que arreglan partidos y sobornan árbitros y se mueven como un supra-Estado por el mundo dedicados a la compraventa de muchachos pobres para convertirlos en estrellas de primera magnitud en el firmamento de la vida social internacional y las revistas de bagatelas. Y las multitudes los adoran como a héroes y divinidades.

Hoy el fútbol es una religión bastarda con mártires de la camiseta y todo. Desde que pasó a formar parte de la telaraña emponzoñada de los libros de contabilidad que rigen el mundo. Y cada cuatro años, entre el Tíbet y la última aldea amazónica, este sucumbe a la fascinación bajo el poder de la propaganda. Uno trata de resistir a la masificación, por dignidad. Pero acaba frente al televisor de todos modos. A veces me justifico imaginando que sólo me doy el lujo sádico de ver desde mi sofá un montón de multimillonarios dejando las tripas en el césped. Mientras, la humanidad vuelve a la babeante horda de Homero y se hunde en la demencia del patriotismo y los narradores se desgañitan e improvisan cantos romos a una bandera y las mujeres lloran abrazadas a sus novios llorando y los árbitros pitan y los bancos mueven ríos de dinero. Más efectivamente que cuando el ‘Charro’ vivía en el barrio Sevilla de Medellín y el fútbol era cosa de pobres.

Tanto como de los partidos disfruto de las razas. Y repaso la historia. En las quijadas de un futbolista persa veo la antigua catadura de Jerjes, la crueldad del duque de Alba en el partido de Holanda que mezcla en las tribunas teutones y flamencos ahora calvinistas con pelirrojos y simples desteñidos. Y los negros de las viejas colonias me recuerdan los días cuando fueron masacrados por franceses e ingleses, que ahora los necesitan para sus equipos nacionales.

La prosperidad creciente les permite asistir a millones de personas al zafarrancho. Es que la Tierra se hace cada vez más rica e incomprensible. Ahora pronto solo quedará la llamada depresión postorneo del hincha. Y volverán a preocuparnos los salvajes desórdenes de los musulmanes. Y la incierta pantomima de La Habana.

(ElTiempo.com)

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