El juicio político a Maduro
La posibilidad de que la Asamblea Nacional en ejercicio de sus facultades constitucionales inicie un juicio político contra Nicolás Maduro ha sido condenada por los dirigentes oficialistas y, desde luego, por el propio afectado. En la alternativa democrática también se han escuchado voces que rechazan la iniciativa. Tal contingencia no está prevista en la Constitución nacional, es el argumento fundamental que esgrimen unos y otros.
Es cierto que el juicio político contra el Presidente de la República no acarrea su destitución, tal como sucede en otros países. En Brasil, la salida de Dilma Rousseff del gobierno se debió a un juicio de responsabilidad política por haber manejado de forma irresponsable los dineros del Estado, entre ellos los de Petrobras. Luego de cubiertos los extremos legales por parte del Congreso, la exmandataria tuvo que dejar el poder. Las investigaciones durante la fase del enjuiciamiento y las posteriores a su despido demuestran que hablar irresponsabilidad constituye una elegante sutileza. Lo que realmente ocurrió fue que la señora Rousseff permitió un gigantesco saqueo al patrimonio nacional.
En Venezuela, la Constitución permite que la Asamblea Nacional, en ejercicio del control parlamentario, adelante un juicio de responsabilidad política a los funcionarios que incumplan con sus obligaciones (Art. 222). En el caso del Vicepresidente Ejecutivo, cuando este sea objeto de una moción de censura de al menos las tres quintas partes de los parlamentarios, queda decretada su remoción (Art. 240). El Presidente se mantiene a salvo de esa sanción. Fue protegido por el constituyente para evitar introducir factores de inestabilidad que pusieran en riesgo las relaciones entre el Ejecutivo y el Parlamento. El sustituto es el referendo revocatorio (RR), destinado a la remoción de las autoridades electas a través del sufragio, incluido el Presidente, con el mismo voto popular.
El RR no invalida, ni descarta la posibilidad de emprender el juicio político contra el Presidente. Con relación a Maduro, ese proceso está plenamente justificado. En la Carta del 99, por cortesía de Hugo Chávez, se introdujo un enorme desequilibrio entre las atribuciones del Presidente de la República y las de la Asamblea Nacional. Se reforzó hasta extremos peligrosos el presidencialismo, el caudillismo y, a pesar de la importancia que formalmente se le asigna a la descentralización, al centralismo. Una de las competencias más negativas reside en que el jefe del Estado decide de forma exclusiva los ascensos militares para el grado de General. El Alto Mando militar está conformado por personas que el Presidente selecciona a su real saber y entender. El resultado de esta grave distorsión estamos viéndolo: sus amigotes, o los amigotes del entorno presidencial, controlan las armas de la República y están sometidos a los designios del primer mandatario, no a los preceptos que ordena la Constitución.
La subordinación personal del Alto Mando al jefe del Estado determinó que el Poder Judicial y el Poder Electoral, se plegaran a la voluntad del Presidente y se convirtieran en su instrumento para violar impunemente la Constitución, manteniendo el velo de la legalidad democrática. El TSJ representa el ariete con el cual Maduro demuele al Parlamento y le coloca un revestimiento legal a esa violación. La alianza entre Maduro, el Alto Mando, el TSJ y el CNE dejaron a la Asamblea Nacional, ganada ampliamente por la oposición el pasado 6 de diciembre, en la inopia. Esa alianza dejó a la oposición parlamentaria sin la mayoría calificada de los dos tercios obtenida en las urnas electorales, y sin posibilidades de ejercer sus funciones básicas: controlar el gasto y el presupuesto del Gobierno, legislar en materia económica, ponerle límites a las acciones financieras del Ejecutivo y lograr que sus decisiones sean acatadas por los otros Poderes Públicos. La Ley de Emergencia y el estado de excepción económica son los subterfugios para amputar las competencias de la AN. El desprecio olímpico de Maduro hacia el Parlamento se ha traducido en que ni los ministros, y ni siquiera el Presidente del BCV, atienden las citaciones de la AN para comparecer ante el Cuerpo. Atender esos llamados constituye una obligación constitucional.
El desprecio y las agresiones de Maduro a la AN y, sobre todo a la voluntad popular que los diputados encarnan, tiene que ser respondidos con un juicio a su gestión. En una democracia, el Parlamento simboliza el foro político por excelencia. A esta condición solo puede renunciar a cambio de desvirtuar por completo su misión.
El 6-D el pueblo eligió sus representantes para que parlamentaran y la AN fuese un espacio para el entendimiento político. El ejercicio de esta competencia debe desarrollarse. Los diputados no pueden convertirse en eunucos arrodillados ante el agresor.
@trinomarquezc