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El dólar: Ébola económico venezolano

En Venezuela, el ciudadano que no está en la “mascada”, no está “en nada”. Si acaso, no pasa de ser otro “de a pié”. Pero, para fortuna del país y de su futuro, la gran mayoría de los venezolanos sigue siendo aquella que no se ha contaminado. Y que si acaso pudiera ser señalada por alguna razón que roza lo inmoral, lo antiético, es por haberse prestado a ser una observadora pasiva de tal conducta, hasta terminarse convirtiendo en una cómplice histórica de marca mayor.

De esta reconocida mayoría, es que el país espera la mano extendida y su decisión transformadora, para que supere aquello que hoy signa su vida. Es decir, el hecho de que todos los días, al salir de su casa y pisar la calle, cada venezolano de bien vive la sensación de que está montando en una montaña rusa, de esos gigantescos y aterrantes aparatos, sobre todo si son de madera y el ruido crujiente de sus entrañas, de repente, se convierte en el dueño del alma de su usuario. El mismo ruido que se siente cuando el desplazamiento se proyecta hacia caídas abruptas, y la sonrisita de estúpido que nace y se mantiene invariable durante todo el recorrido, termina por convertirse en duda, miedo y hasta terror.

Superar semejante aventura existencial, ahora es “compensada” -y por añadidura- con la compañía casi a diario, una, dos y hasta tres veces de una “cadena de radio y televisión” que obliga a “recibir” al Presidente, en horario estelar o en el que sea. Y escucharle no transmitiendo buenas noticias, sino para participarle a los venezolanos que, “en nombre del pueblo” y “para beneficio del pueblo”, ha decidido adoptar nuevas medidas de emergencia, incluyendo más impuestos y más controles, en un intento por solucionar aquellos problemas imputables al Imperio del Norte, aunque sin precisar si eso también incluye al Imperio cubano, dada su vecindad geográfica con los Estados Unidos. Así como a los que el neolenguaje gubernamental denomina “Los Pelucones”, y que en el medio de la opacidad y oscuridad informativa y explicativa que ha distinguido la gestión gubernamental durante los últimos 16 años, nadie termina de precisar si dicha calificación está asociada a la abundancia de “pelo”, o a la mayoría que ahora debe medrar en el “océano de la pelazón” en la que se ha convertido la opción de nacer y vivir en Venezuela, por obra y gracia de los que aseguran conducir al país.

Entre el desplazamiento sobre la montaña rusa y las “cadenas”, sin embargo, se interpone la violencia de la realidad, que no “sensaciones”. Y que no son otras que: la escasez, la inseguridad de bienes y personas, la inflación, la violencia, el tránsito, la falta de gasolina, los apagones, la marcha a lentitud extrema de las telecomunicaciones. Como si eso no fuera suficiente, también está el cierre de empresas, la imposibilidad de adquirir divisas para importar insumos y materias primas, como de repuestos y medicinas, la “matraca”, la incertidumbre y la desesperanza. Propio, por supuesto, de un país que perdió su rumbo. Pero, además, de una sociedad obligada a cargar con el peso de una gestión gubernamental cuya única virtud gerencial -si no es desgracia colectiva- es la de presumir de eficiente en un ambiente rodeado de arrogancia.

El presente de los venezolanos es extremadamente complicado. Y su futuro inmediato lo marca el comportamiento inquietante de la caída incesante de los precios del petróleo. Venezuela ha reducido en los últimos años su producción diaria en 600.000 barriles. Y no hay asomos de que pueda recomponer dicha reducción productiva a corto plazo, especialmente de crudos livianos. Cada vez produce menos y, mayoritariamente, crudos pesados. Ahora está obligada a importar petróleo liviano, para mezclarlo con el pesado y extrapesado nacional, y tratar de cumplir con su clientela tradicional y la menos antigua. Para agravar el panorama, el precio internacional del crudo sigue bajando, la oferta internacional continúa subiendo y la recuperación de los precios, todo lo contrario a lo que espera el Canciller Petrolero, ya no depende de la 0rganización de Países Exportadores de Petróleo. Mientras tanto, comienza a incrementarse el número de compradores que desdeñan de los petróleos pesados por contaminantes y problemáticos.

Adicionalmente, la situación deficitaria a nivel de Presupuesto Nacional deja entrever que el país insiste en repetir los errores de los últimos 40 años: gastar más de lo que es capaz de producir y de generar como ingreso, a partir de un organizado esfuerzo productivo. Insiste –peor todavía- en imprimir dinero inorgánico, sin el imprescindible y necesario respaldo, a la vez que destruye aceleradamente la capacidad de compra de su moneda, hoy convertida en un verdadero “papelucho” ante el duro valor del dólar, mientras los bolsillos de los ciudadanos se llenan de esperanza y de expectativas, y las bolsas de supermercados de cositas que consigue después de interminables colas.

Entre esperanza, expectativas, caída de los ingresos petroleros, inflación, escasez y la diaria vida sobre la montaña rusa que insisten en iluminar desde las “cadenas”, la única respuesta que emerge es la de la reoxigenación y aceitado de los controles, es decir, del mismo recurso a que sólo se puede apelar cuando el espíritu gubernamental no supera su sometimiento dócil a la supuesta utilidad política del populismo extremo. Lo peor es que la complejidad económica que se vive, ya no depende de controles de precios y de cambio. Los controles no son la solución. Porque el problema es netamente económico y sólo se solucionará a partir del empleo y aplicación de medidas económicas, lo suficientemente serias y viables en su utilidad, desvinculadas de petulancias falsamente de izquierda como para generar confianza dentro y fuera del país. Capaces, inclusive, de impedir que la recesión se siga agudizando, y que la producción, tanto del petróleo y su petroquimización, además de lo agropecuario, manufacturero y fabril, de igual manera, hagan posible la recuperación de los empleadores sectores del comercio y los servicios.

Adicionalmente, hay que procurar dinero fresco. Y, de ser necesario, recurrir al Fondo Monetario Internacional sin complejos. Los expertos consideran que Venezuela necesita un préstamo “puente” de no menos 17 mil millones de $, para balancear reservas internacionales y recuperar credibilidad en los centros financieros globales. De igual manera, dejar de vender a crédito y cobrar las deudas pendientes; implantar una rigurosa disciplina fiscal, supeditada al fiel y estricto cumplimiento; elaborar presupuestos anuales reales, no sometidos al soporte de más créditos adicionales ni prestamos de usura. Y, lo que es más importante, levantar los controles de cambio y de precios, para unificar el valor de la moneda y provocar una recuperación progresiva de la producción nacional. Esto, desde luego, contribuiría a eliminar la escasez, sincerar la economía, hacer ajustes realistas y diseñar planes a futuro, como recobrar la confianza de los ciudadanos, principalmente de los empresarios en el país, con miras a recuperar el tejido industrial y la producción en todos los sectores de la economía nacional.

Lo obvio es hoy un reto. Y equivale a que de no tomarse medidas drásticas con miras a encaminar el rumbo económico del país, la nación se expone a la posibilidad de una explosión social de incalculables consecuencias. De lo que se trata, es de procurar el desarrollo integral de la nación; el bienestar ciudadano; su calidad de vida; generar puestos dignos de trabajo; salarios decentes; transformar los sistemas educativo y de salud; y de recomponer el tejido institucional gubernamental, para que los venezolanos pasen a transitar sobre espacios ciertos de sociedad civilizada.

No es el dólar y su dominio lo que cuenta; ni la creencia de que la dolarización es la tabla de salvación de un ébola económico que no es tal. Es la aceptación de que al país se le ha conducido mal, que los recursos de 30 millones de venezolanos se han ido por una cañería de ambiciones, despropósitos morales, alimentados por una impunidad cómplice, mientras la salivación se hace escasa para justificar lo injustificable: que la responsabilidad es de otros.

Ya no se trata de ideologías. Tampoco de politiquerías. Mucho menos de populismo ramplón. El país reclama y necesita de sus ciudadanos incorporados a una lucha común al margen de odios, rencores y divisiones. La unidad es un clamor histórico. Y la unión, definitivamente, tiene que convertirse en el recurso participativo por excelencia para reclamar entendimiento; exigir soluciones. Pero también para ofrecer disposición a contribuir para que, de la perversión provocada por el acceso al dinero mal habido, se transite hacia la transformación productiva y competitiva de Venezuela.

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