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El año que nos espera

El año termina peor que mal. Y en el mayor de los desconciertos. Solo hay algo que nadie parece poner en duda: el derrumbe de los precios del petróleo y el alza dramática del precio del dólar paralelo, en medio de una crisis sin precedentes, determina fatalmente que 2015 será un año de grandes cambios. Incluso de transiciones, negociadas o no.

La primera verdad de esta afirmación nos la ofrecen estos números devastadores. La escasez creciente de todo que sufrimos los venezolanos y la percepción de las primeras señales de un período de hiperinflación no son los efectos de ninguna guerra económica, bloqueo financiero o sanción del imperio, sino el producto de 15 años de disparates políticos cuyo principal propósito es enfrentar a Estados Unidos, el enemigo estratégico de la revolución, y destruir a los sectores productivos del país.

La segunda verdad es que la crispación actual de los ciudadanos y su malestar se suavizarán sin duda estos días de habituales celebraciones, aunque en la inmensa mayoría de nuestros hogares falten turrones, hallacas, bebidas y juguetes para los más jóvenes. A partir de enero, sin embargo, estas dramáticas carencias se harán insoportablemente presentes. Agotados los ahorros y los cupos de las tarjetas de crédito en la tarea de satisfacer de algún modo las exigencias naturales de estos días, la inmensa mayoría de los venezolanos despertará del sueño navideño con una resaca terrorífica y tendrá entonces que verse cara a cara con las inclemencias del mundo real. En ese punto perderán la alegría que pueda quedarles y la compostura.

La tercera verdad es que las crisis económicas dañan a los gobernantes de turno, pero no siempre bastan para cambiar de gobierno. En los regímenes democráticos, sobre todo si son parlamentarios, el propio sistema dispone de recursos constitucionales para aplicar correctivos que ayuden a crear otras condiciones y corregir en alguna medida lo que haya que remediar. En regímenes no democráticos cualquier rectificación resulta imposible. En regímenes totalitarios, como Cuba, y en los que aspiran a serlo, como Venezuela, la urgencia de conservar el poder obliga al comandante de la nave a mantener el rumbo, por catastrófico que sea. En estos casos extremos, para superar el descontento ciudadano disponen de los infinitos recursos de la represión. Basta tener en cuenta la impunidad con que fueron asesinados 43 jóvenes durante las legítimas protestas callejeras de febrero, marzo y abril, o los 48 reos envenenados en la prisión de Uribana sin que el gobierno haya explicado qué pasó ni haya enjuiciado a los responsables.

La cuarta y quizá última verdad es que el gobierno de Maduro sufre de dos defectos que van a hacerle imposible resolver la situación. Por una parte, la inmovilidad, producto de que quienes ejercen el poder en Venezuela no tienen la menor idea de cómo afrontar una crisis de esta magnitud. Por la otra, Maduro no es Chávez y carece del liderazgo necesario para sacar los tanques a la calle. Débil e insuficiente liderazgo el suyo, que tampoco le permite dar un gran salto atrás, como hizo Lenin para salvar esa empresa en construcción que fue la Revolución bolchevique. En otras palabras, que llegados a esta encrucijada decisiva, incapaz de superarla por las buenas o por las malas, puede que a Maduro lo único que le quede sea apretar los dientes con mucha fuerza y aguardar que suceda un milagro. Incluso el milagro de una transición.

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