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Dos presidentes muy malos

Tenemos dos presidentes terribles. Esa es la triste realidad de México y Estados Unidos.

Cuando necesitábamos dos líderes capaces en uno de los momentos más difíciles de la conflictiva relación bilateral, nos cayeron Enrique Peña Nieto y Donald Trump. Podríamos decir que es mala suerte. Pero la realidad es que es nuestra culpa. Trump y Peña Nieto llegaron al poder gracias al silencio de muchos. Y el silencio es complicidad.

Trump es un bully antiinmigrante que ha hecho comentarios racistas, sexistas y xenofóbicos. Miente y ataca a la prensa cuando algo no le gusta. Y es un mal vecino. El mismo día que anunció sus aspiraciones presidenciales -el 16 de junio del 2015- nos llamó criminales y violadores a los inmigrantes mexicanos. Luego amenazó con deportaciones masivas, con construir un muro inútil en los 3,185 kilómetros de frontera con México y con terminar el Tratado de Libre Comercio que ha generado millones de empleos en tres países.

Peña Nieto es un político encogido y temeroso, que llegó a la presidencia en medio de acusaciones de fraude de su principal oponente, que no tiene fuerza moral -no le pareció nada extraño que su esposa comprara una casa de siete millones de dólares a un contratista del gobierno-, a quién le desaparecieron 43 estudiantes de Ayotzinapa hace tres años y todavía no sabe dónde están, y en cuyo sexenio (hasta el 31 de agosto del 2017) han asesinado a 87,758 mexicanos.

​En ningún otro país un presidente así hubiera durado cinco años. Peña Nieto ha hecho de México un país de fosas y ha fallado en su responsabilidad de proteger la vida de los mexicanos. Su gobierno podría convertirse en el más sangriento en la historia reciente de México, más incluso que el de Felipe Calderón cuando mataron a 104,089 personas, de acuerdo con cifras oficiales.

Se trata de dos presidentes muy impopulares. Una encuesta de Reforma (Julio 2017) indica que solo uno de cada cinco mexicanos aprueba la labor de Peña Nieto (20% la aprueba y 78% la desaprueba). A Trump no le va mucho mejor. Solo el 38.7 por ciento de los estadounidenses está de acuerdo con su manera de gobernar (y 54.8 % la desaprueba, según el sitio FiveThirtyEight).

Son, también, dos presidentes muy vanidosos: los dos han hecho muy poco y están demasiado preocupados por su imagen. Trump se la pasa tuiteando para auto-promoverse y Peña Nieto se gastó millones de pesos, antes de su quinto informe de gobierno, para decirnos que lo bueno casi no se cuenta.

Tenemos en Trump y Peña Nieto a dos líderes que no hablan por nosotros y que les toca gobernar en el momento de mayor tensión entre ambas naciones en décadas.

La desconfianza es lo que hoy marca la relación entre México y Estados Unidos. El 65 por ciento de los mexicanos tiene una opinión negativa de Estados Unidos, según una reciente encuesta del Centro Pew. Y en Estados Unidos ocurre un fenómeno similar. El jefe de gabinete de Trump, el general John Kelly, dijo hace poco que México era un “narcoestado fallido”, según reportes del The New York Times y otros medios, y que está en peligro de “colapso”, al igual que Venezuela.

Esta es la tormenta perfecta: dos presidentes mediocres y malqueridos, un ambiente lleno de sospechas, y pocas posibilidades de que las cosas cambien a corto plazo. Peña Nieto nunca entendió que confrontar a Trump era una cuestión de dignidad nacional y que hubiera salvado su último tramo en la presidencia. Solo un nuevo presidente podrá modificar la enviciada y sumisa dinámica con Trump.

Esto me recuerda dos libros de Carlos Fuentes, cuya claridad y valentía nos hacen tanta falta. En su libro El Espejo Enterrado dice: “Esta frontera…en realidad no es una frontera sino una cicatriz. ¿Se habrá cerrado para siempre? ¿O volverá a sangrar algún día?”

La respuesta a esas preguntas está en otro de sus libros. Uno de los personajes en la Frontera de Cristal dice: “Soñó con la frontera y la vio como una enorme herida sangrante.” Es ahí donde estamos parados ahora mismo.

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