De «¿por qué se mató?» a «¿quién lo mató?»
El misterio Nisman está cambiando de significado. La pregunta inicial, ¿por qué se mató?, está dejando lugar a otra más inquietante: ¿quién lo mató? Las razones de esa mutación hay que buscarlas en las inconsistencias de las explicaciones y en la irregularidad de los procedimientos que caracterizan el trabajo para esclarecer esta muerte, macabra y estratégica. A medida que pasan los días, en vez de saberse más, se sabe menos. La perplejidad ante la mala praxis penal disimula y demora los interrogantes más dramáticos.
Son éstas: ¿existe en el seno de la democracia argentina un dispositivo criminal capaz de recurrir a la eliminación física para resolver los conflictos de poder? Una sociedad acostumbrada al asesinato mafioso presiente la irrupción del asesinato de Estado.
No hacía falta que Alberto Nisman denunciara a Cristina Kirchner por encubrimiento del ataque a la AMIA para que su deceso fuera de la máxima gravedad. Su muerte hubiera merecido los recaudos más extremos de la policía y los tribunales sólo porque era el responsable de la investigación de un atentado terrorista internacional ocurrido hace más de 20 años. Sin embargo, el protocolo con el que está siendo tratada esa desaparición registra el mismo nivel de chapucería que la administración energética, el combate de la inflación o la salud de la Presidenta.
El secretario de Seguridad, Sergio Berni, fue el primer funcionario que sostuvo que Nisman se había suicidado. Horas más tarde, en su disparatada carta del lunes, la señora de Kirchner escribió suicidio entre signos de interrogación. Esta discusión de entre casa en la cúpula del poder se alimenta con nuevos enigmas cada día. Ayer se supo que la puerta del departamento de Nisman no estaba cerrada. Y que la casa tenía un acceso adicional, no controlado. Estos interrogantes se agregan a los ya conocidos. El más importante es el papel de Diego Lagomarsino, el colaborador que, el día antes de su muerte, prestó al fiscal el revólver calibre 22 con el que, al parecer, se quitaría la vida.
Lagomarsino estaba muy vinculado con Nisman. Colaboraba con él en la fiscalía y facturaba por sus prestaciones 40.000 pesos mensuales. Figura como técnico informático. ¿Ofrecía también servicios en la Secretaría de Inteligencia (SI)? ¿Trabajaba para Antonio «Jaime» Stiusso? Son preguntas que trascienden de la pesquisa y que sería sencillo resolver. Alcanzaría con consultarlo a Stiusso. Hasta ahora, contra lo que indica el sentido común, nadie lo ha llamado. Fue hasta hace semanas el director de Operaciones de la SI y el hombre más próximo al fiscal en la investigación del atentado. A tal punto que según el juez Rodolfo Canicoba Corral era quien lo conducía. Además, el propio Stiusso denunció haber recibido amenazas, que están siendo analizadas por el fiscal Guillermo Marijuan. ¿Estarán relacionadas con el final de Nisman?
Alrededor del revólver 22 también hay acertijos. ¿Por qué el fiscal lo pidió si tenía un 38? La duda es más legítima si lo hizo para matarse. Un revólver 22 es menos letal que uno de mayor calibre. Respecto de esta intriga hay muchas fantasías. Se sabe por la literatura que el 22 es el arma preferida de muchos servicios de inteligencia: es silencioso y al no dar retroceso permite hacer dos tiros seguidos, lo que ofrece más garantías de dar en el blanco.
Hay más misterios. La mano de Nisman no tenía rastros de pólvora. «Lamentablemente», dijo la fiscal Viviana Fein. ¿Esperaba que los tuviera? Además, ¿por qué el secretario Berni pasó horas en el departamento antes de que llegara la Justicia? El SAME debió emitir un comunicado para aclarar que la ambulancia que envió al lugar fue rechazada en dos oportunidades. Y que se le informó de una muerte que todavía no había sido certificada por un médico.
Tampoco se ha precisado el momento de la muerte del fiscal. Los peritajes aventuran que fue alrededor de las 4 de la tarde. ¿Qué hizo hasta esa hora desde la noche anterior? Pasadas las 22 del sábado, Nisman mantuvo una última comunicación con algunos diputados que lo recibirían el lunes siguiente. El domingo a la mañana ya no contestaba llamadas. Ni siquiera retiró el diario del palier.
La Presidenta se preguntó, en su cuenta de Facebook, cómo es que Nisman pensó en defenderse con un revólver 22, si vivía en un edificio casi blindado, con 10 custodios personales. Si éste es el nivel de información con que ella se maneja, la situación es aún más preocupante.
Cualquier vecino de Le Parc de Puerto Madero sabe que la seguridad de ese edificio deja tanto que desear que hace tres meses, después de varios robos, estuvieron a punto de cambiarla. Varias cámaras de seguridad están desactivadas, es habitual que los guardias abran el portón de ingreso sin preguntar quién es el que entra, las dos torres están comunicadas por el garaje y muchos departamentos se alquilan por mes o por semana.
La versión más extendida afirma que la custodia de Nisman había sido liberada de sus funciones el viernes por la noche. A pesar de eso, hay vecinos que creen haber visto a dos de los agentes tomando mate durante horas en las cocheras de cortesía del edificio «inteligente». Si fuera cierto, no se habrían dado cuenta de que al departamento del fiscal había entrado Lagomarsino con un arma.
Nada que sorprenda. Nisman estaba custodiado por el sistema de seguridad que protege a todos los argentinos. Un mecanismo tan deficiente que el Gobierno se enteró de su muerte mucho después de que ésta hubiera ocurrido. Por ejemplo: el presidente de la Cámara de Diputados, Julián Dominguez, seguía negociando con sus pares de la oposición las características de una presentación que, mientras él hablaba, ya no se haría. A la luz de estos «detalles», es lógico que la jueza Fabiana Palmaghini haya convocado a la Metropolitana para sostener su investigación.
La desaparición de Nisman se produjo en un marco general que vuelve más denso el estado de sospecha. El fiscal había quedado atrapado en el centro de una guerra entre facciones del aparato estatal de Inteligencia, que está fuera de control.
A raíz de su denuncia sobre encubrimiento comenzaron a brotar nombres de agentes secretos que no se sabe si son falsos o son ñoquis. Uno de ellos se llamaría Ramón Bogado. Oscar Parrilli, el secretario de Inteligencia, dijo que Bogado no revista en su dependencia y que ya fue denunciado por hacerse pasar por espía. Sin embargo, el cabecilla de Quebracho, Fernando Esteche, dijo que él se reunió con Bogado, que le fue presentado como «Christian», en la oficina del entonces jefe de Gabinete Juan Manuel Abal Medina, con quien el supuesto informante colaboraba.
Como una nueva prueba de calidad institucional, Esteche dijo que las reuniones eran para «discutir la condena» que se le planteaba por algunos episodios de violencia. Esta vez Esteche tendrá menos poder de negociación. Por eso recurrió al costosísimo Fernando Burlando. ¿Quebracho pagará los honorarios?
La UCR pidió reunir a la Comisión Bicameral de Inteligencia para que Parrilli explique la situación de Bogado y del ex juez Héctor Yrimia, también acusado por Nisman de ser espía encubierto.
Es posible que Parrilli tenga poco que decir. Los legisladores de esa comisión, que han pasado estos años bajo los efectos de una rarísima anestesia, deberían pedir información al nuevo embajador en Venezuela, Héctor Icazuriaga, o a Francisco Larcher. Ellos estuvieron al frente de la SI mientras sucedían los hechos que señaló Nisman. Tal vez Larcher tenga más para decir: en las largas tertulias con Lucas Nejamkis, el segundo de Abal, en el café Rond Point, tal vez se enteró de la existencia de Bogado. También Stiusso podría aclarar algunas cosas. ¿No fue él quien proveyó al fiscal las intervenciones telefónicas con las que se fundó la denuncia?
La marea de incógnitas es impresionante. ¿Por qué regresó Nisman, interrumpiendo un viaje para celebrar los 15 años de su hija? En su entorno afirman que ya había dejado su demanda firmada antes de partir. El propio fiscal comentó el miércoles pasado que sospechaba que Alejandra Gils Cargó quería reemplazarlo. Una posibilidad que tal vez se trataría en esa reunión que la Presidenta iba a tener con Nisman, a instancias de Aníbal Fernández, antes de fin de año, y que se frustró por la maldita quebradura del tobillo.
El Gobierno entró en estado de estupor. No puede dar respuesta. La prueba más evidente fue aquella patética carta que Cristina Kirchner encabezó diciendo que «la muerte de una persona siempre causa dolor y pérdida entre sus seres queridos, y consternación en el resto». Un lugar común de quien no quiere dar el pésame. Más insólito es que dedicara más de la tercera parte del mensaje a contar un atentado que le hicieron en Santa Cruz -que por suerte no ocurrió- como si fuera un antecedente de la voladura de la AMIA. Pero lo que nadie esperaba es que la Presidenta improvisara, en medio de la consternación, el papel de una irresponsable Agatha Christie que comienza a desgranar hipótesis de sobremesa para insinuar que el Grupo Clarín también está detrás la muerte del fiscal.
Este estado de colapso emocional y conceptual que se pone de manifiesto desde la máxima jerarquía del país no alcanza a ser atenuado con la reacción opositora. Las distintas fracciones que rivalizan con la señora de Kirchner no pudieron componer una foto común ni para una conferencia de prensa. Tampoco sus candidatos asistieron como un bloque a la marcha convocada ayer por las organizaciones de la comunidad judía. Una consagración del individualismo que obedece a los consejos de los asesores de imagen, que no terminan de incorporar el inesperado cadáver de Nisman a la estética de sus campañas. Los legisladores que se oponen al Gobierno se refugian en el papel de detectives. O multiplican los pedidos de informes. Enfrentan la desolación con micromanagement.
Para calibrar la dimensión de la crisis política parece más adecuada la distancia. Desde el exterior se atribuye al país un sistema institucional fallido. Diputados chilenos, del oficialismo y de la oposición, pidieron a su cancillería que exija una investigación internacional de la muerte de Nisman. Dijeron que genera suspicacias que no pueden ser despejadas por la justicia local. The New York Times reclamó que la causa AMIA pase a ser investigada por expertos de distintos países.
La percepción del exterior es angustiante, sobre todo para los que viven en el interior. El presidente de la DAIA, Julio Schlosser, ayer volvió a pedir justicia. Pero desde fuera del país se considera que la Argentina ya no está en condiciones de proveer justicia. Y ya no para emitir un bono. Para resolver un atentado. O un suicidio. El gobierno que había prometido todas las soberanías termina administrando la degradación de una republiqueta.