Opinión Nacional

Cabrujas y la Asamblea Nacional

Enrique Krauze, uno de los intelectuales más solventes en el más bien desolado escenario del pensamiento político latinoamericano contemporáneo, acaba de escribir un extraordinario ensayo en donde retoma algunos importantes tópicos de la historiografía crítica venezolana. Particularmente aquel que se refiere al vacío de auténtica sacralidad que el Poder se ha encargado de rellenar con el endiosamiento ideológico del ciudadano Bolívar. Ideológico en el más marxiano de los sentidos: el de la falsa conciencia.

Es cierto que nadie comparte el encumbrado Olimpo que habita inmarcesible el pequeño gigante, rasguñado de vez en cuando por osados historiadores, de entre los cuales ya van tres en fila, orientados a demoler la parafernalia carnavalesca que orla la frente nacarada del prócer: Germán Carrera Damas, Manuel Caballero y Elías Pino Iturrieta. Después de tal faena de demolición ideológica ser bolivariano al cubo, como el teniente coronel, y no morir en el intento es prueba de una estulticia a prueba de cañonazos. Si bien muy poco pueden hacer en su labor de emancipación intelectual tres modestos académicos enfrentados al parque temático de los coroneles, dotado de 950 mil millones de dólares y todo un aparataje mediático digno del ciudadano Kane. ¿Cómo desmontar la feria de las vanidades presididas por el hombrecito de las patillas?

Contrariamente a lo que se ha convertido en lugar común de cierta intelligentzia de izquierdas, capaz de encender corazones juveniles como el de nuestro querido amigo Stalin González, soy de la opinión que José Ignacio Cabrujas no tuvo el honor de pertenecer al escaso gremio de los ilustrados que supieron mantenerse equidistantes entre la bazofia golpista bolivariana y la necesaria crítica a la decadencia que nos condujo a estos pantanales. Cabrujas, seamos sinceros, tampoco pudo sustraerse del todo a la seducción de la marranada.

Sobran los ejemplos. Como cuando después del 4-F reconoció en el tirano indiscutibles rasgos de un auténtico justiciero. Asunto perfectamente perdonable si no hubiera sido ya suficientemente numeroso el grupo de los intelectuales que prevenían a grandes voces contra la canallada golpista, el puñal trapero que escondía en su guerrera y los aterradores peligros del fascismo que nos ponía a la puerta, como lo hicieran Luis Ugalde, Juan Nuño y el propio Manuel Caballero domingo a domingo.

No fue el caso de Cabrujas. Fascinado por su seductora mordacidad, no dejó títere con cabeza, particularmente si pertenecían a la escarnecida fauna de la política vernácula. Y particularmente si, además de ser adecos o copeyanos, pertenecían al entorno de Carlos Andrés Pérez y se encontraban asediados por la traición y el espanto uniformado. Cabrujas echó suficiente agua a los molinos del golpismo. Dicho de manera un tanto visceral y pobre en matices, pero que me resulta de necesaria confesión, yo diría que a Cabrujas la democracia venezolana – esa que teníamos, que al parecer y por entonces para más no dábamos pero que comparada a esta marranada era digna de Alexis de Tocqueville – le sabía a ñoña. De modo que ayudar a empujar con su prosa deslumbrante y llena de asociaciones y resonancias brechtianas a los miembros del Congreso y al gobierno al abismo de los mismos infiernos, le debe haber parecido más que un pretexto literario para acompañar el café con el cachito dominical: debe haberle parecido una medida de higiene política. Pues Cabrujas no movió un dedo en defensa del colectivo que se despeñaba al vacío. Recuerdo que en uno de sus últimos desplantes dominicales se refería al gobierno de CAP precisamente como si se hubiera tratado de un colectivo enloquecido, del que exigía, como obligado pasajero, el derecho a apearse cuanto antes.

No me parece un buen recurso intelectual usar la pluma de Cabrujas para referirse a la catadura intelectual y moral de los actuales asambleistas y muchísimo menos digno de un joven intelectual venezolano que aspira al congreso comparar esta inmundicia con el Congreso Nacional de la República de tiempos de la Cuarta. Es cierto: ya estaba sumido, como la sociedad toda – incluido Cabrujas – en la decadencia. Pero brillaban en ese foro muchos venezolanos honorables que prefiero no mencionar, por no dañar aún más la honra de quienes no estaban, no estuvieron ni estarán a la altura. Esta asamblea de Hugo Chávez no es comparable a ninguna otra, por abyecta, servil, estúpida y corrupta. Si acaso con aquella que cumpliera papel similar con Cipriano Castro, y de la cual escribiera un venezolano cabal de imposible olvido llamado Rómulo Gallegos en 1907 lo siguiente: “Harto es sabido que este Alto Cuerpo en quien reside, según el espíritu de la Ley, el Supremo Poder, ha sido de muchos años a esta parte un personaje de farsa, un instrumento dócil a los desmanes del gobernante que por sí solo, convoca o nombra los que han de formarlo, como si se tratara de una oficina pública dependiente del Ejecutivo y cuyas atribuciones están de un todo subordinadas a la iniciativa particular del Presidente. Naturalmente éste escoge aquellos delegados entre los más fervorosos de sus sectarios, seleccionando, para la menor complicación, aquellos partidarios incondicionales cuyo más alto orgullo cifran en posponer todo deber ante las más arbitrarias ocurrencias del Jefe. Estos son los hombres propios para el caso y como además, en la mayoría de las veces, adunan a esta meritoria depravación moral, una casi absoluta incapacidad mental, la iniciativa del Presidente, después de ser posible llega a convertirse en necesaria”.

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